Érase una vez…

Publicado el 27 abril 2011 por Abel Ros

Las circunstancias ambientales del ser  determinan su campo de acción y condicionan su capacidad de elección, la libertad entendida por Ortega y Gasset es el margen de movimiento que el  sujeto ostenta dentro de las variables sociales de su escenario vital.
Las condiciones culturales y genéticas estigmatizan al animal humano en una celda carcelaria que sólamente puede escapar a través de la imaginación y el imperio de los sueños.
Descartes en su discurso del Método afirmó que él pensamiento es la esencia que nos distingue como seres humanos y la evidencia empírica de nuestra existencia.
La capacidad de soñar, de inventar nuevos escenarios y experimentar sensaciones en nuestro intramundo impregna la única variable que nos libera de las ataduras existenciales. A través del sueño, fluye la creatividad como instrumento antagónico de la censura y permite fluir la tinta en la pluma del escritor.
En una sociedad inmersa en valores económicos e individualistas al amparo del postindustrialismo de mediados del siglo XX, la literatura ha perdido el lugar privilegiado que ostentó en las tertulias madrileñas de la generación del 27.
La palabra ha cambiado el rumbo en el pasar diacrónico de los siglos. El lenguaje científico de las democracias occidentales avanzadas ha eclipsado la polisemia literaria de las letras y empobrecido el legado de grandes escritores y artistas de la palabra, con la evaporación de los acentos producto del cosmopolitanismo actual.
A sus 85 años, Ana María Matute ha sido galardonada con el premio Cervantes;  la tercera mujer,  en treinta años de certamen,  que recibe el reconocimiento por su labor al servicio de la libertad, o dicho de otro modo, al servicio de los sueños y la arquitectura de escenarios inventados y compartidos.
La “contadora de cuentos”, como ella se define, con una voz tímida y con la sabiduría de la edad impregnada en su mirada, ha emitido un discurso a dos aguas entre el realismo de “Sancho Panza” y el idealismo del “ingenioso hidalgo de don Quijote”; una prosa de contrastes al más distintivo estilo de Saavedra.
El llamamiento a la invención como filosofía de juventud ante el devenir de la senectud y como instrumento necesario para la modernidad y progreso social, destacan los valores que “el manco de Lepanto” nos transmitió con la influencia de su obra.
Desde la crítica, debemos hacer una reflexión profunda sobre el maltrato que la “era teconológica” está haciendo al legado milenario de la palabra. En la sociedad de la pantalla, como así ha sido llamada por el sociólogo J. Baudrillard, la cultura del “vivir acelarado” ha sido la mayor causante del desgaste y empobrecimiento del lenguaje. La era de la abreviatura en el soporte digital del  ”móvil”  y el “portátil” ha creado seres mudos y huérfanos de recursos literarios, tan necearios para la construcción de mensajes ricos en matices y distintivos de una cultura marcada por la huella de su lenguaje.
Con un discurso humilde, como símbolo de inteligencia, la galardonada del “Premio Cervantes”  ha sabido conjugar la mirada de una “niña asombrada” por  el ruido y el estruendo de la guerra civil;  con los ojos de una “niña soñadora” e inmersa en el “érase una vez…”  de los cuentos imaginados de toda infancia  feliz, como la vivida por  la protagonista de aquella hermosa película italiana titulada  ”la  vita é bella”.
El contraste entre ambos polos antagónicos dejan vislumbrar en el interior de esta humilde anciana,  al “Quijote” y  ”Sancho Panza” que todos llevamos dentro.
El poder de la invención como instrumento de libertad para combatir la losa de prisión social que a todos nos encierra, nos debe servir como mensaje para crecer y vencer la batalla al pensamiento vertical como principal enemigo del arte de soñar.