Los cuentos son esqueleto y corazón de la literatura. Todo lector nace a la ficción con un érase una vez. Matute, Ana María, nos lo recordó en su discurso de entrega del Premio Cervantes. Por si se nos había olvidado, por si la edad borró la estela de nuestra infancia, por si los afanes diarios nos convencieron de que existe un reino mejor que aquel al que aún no hemos llegado. "El que no inventa, no vive". No hay vida más fructífera que aquella que se asienta sobre lo posible, aquella que no claudica ante el presente y escucha, silenciosa, la hierba crecer bajo sus pies.
La vida -la de papel- comenzó para Ana María cuando a los cinco años su padre le regaló a Gorogó; Golliwogg, golly doll, el muñeco caramba, el niño negro feliz, de labios de payaso y pelo cardado. Matute no eligió una muñeca de las de entonces, bien vestida e impoluta; prefirió a Gorogó, el muñeco racial, indisciplinado, que vive en la calle y sueña con ser piloto interplanetario. Un juguete pensado para niños; las niñas de los años 30 debían jugar a ser sus madres, peripuestas y dóciles. Pero eso no iba con Ana María; ella quería blandir hierro y azotar entuertadores, soñar despierta, rellenar la tristeza del mundo de cuentos posibles, sin sostén, ni encaje, ni felicidad que no fuera la que se gana con testarudez e ilusiones. Vestir su pluma sin mentiras, sin red ni comodines. Limpia. Porque inventar no es lo mismo que engañar.
¿Por qué maquillan los adultos los cuentos para niños?, se pregunta, indignada. ¿Por qué no contar el cuento tal y como es, sin maquillaje ni imposturas? ¿Por qué evitar que los niños dejen de ser niños? ¿Mejor mantenerlos idiotas, anestesiados contra la realidad, hasta que la amargura y la frustración -ya adultos, henchidos de edad- acampe en su imaginación sin redención posible? Quizá pensaron que los cuentos son solo mentiras, neurosis de papel, con los que mantenernos en un edén perpetuo. Pero no, un cuento es un mensaje, una cuerda que nos impulsa a elevarnos, a crecer, a comprender, sin agotar del todo nuestro hambre de preguntas. Por eso, quien no inventa, no vive; el horizonte se agota en el borde de su nariz.
Ana María Matute aprendió desde niña -la Guerra Civil la sorprendió a los nueve años- que la realidad vuelve el mundo del revés y que para desesrevesarla están los cuentos, para seguir el hilo de Ariadna, las miguitas de Hansel, los cantos de sirena, los acordes del flautista de Hamelín. Ellos nos muestran el camino seguro a casa.
Ramón Besonías Román