A finales del siglo XVIII algunos aristócratas ingleses descubrieron un paraíso llamado Niza. Era un lugar excepcional situado junto al Mediterráneo, en una pequeña bahía al abrigo de los Alpes. Tenía abundante agua dulce, disfrutaba de temperaturas suaves y contaba con un paisaje excepcional que los griegos ya habían encontrado 2.000 años antes, cuando fundaron allí una colonia llamada Nicaia. Era justamente lo que estaban buscando. Niza era entonces una deliciosa villa italiana organizada en torno a una compleja trama de callejuelas angostas, algunas plazas muy animadas y un interesante puerto a resguardo de los vientos del norte, que crecía bajo la protección del rey de Cerdeña y de una fortaleza militar que impedían que Francia se acercara al lugar de encuentro de los Alpes con el mar. Además, aquí se custodiaban algunos tesoros artísticos excepcionales, como las iglesias barrocas de San Francisco de Paula, San Jaime, la capilla de la Misericordia o la catedral de Santa Reparata en honor a la santa patrona local. Sin embargo, no eran estos los motivos que justificaban el repentino interés de estos viajeros ingleses por esta ciudad. Tampoco su historia. Niza y su condado habían sido el centro de disputas durante toda la Edad Media entre diversos señores feudales, entre ellos los Anjou o nuestros reyes de Aragón, quienes llegaron a dominar este rincón de la Provenza durante casi un siglo entre mediados del XII y principios del XIII. Más tarde, el condado de Niza pasó a manos de la casa Saboya durante casi cinco siglos, hasta que en una fecha tan cercana como en 1860 Napoleón III lo incorporó a Francia. De eso apenas hace 150 años. Curiosamente, Niza, la patria chica de Garibaldi y hoy la quinta ciudad más importante de Francia, fue el precio que los italianos tuvieron que pagar para conseguir una Italia unida.
La Belle Epoque. Vivir como reyes.
Entre 1870 y 1929 Niza y sus alrededores se convirtieron en el lugar más deseado del planeta. Aquí pasaban sus vacaciones la más selecta aristocracia europea y los millonarios norteamericanos más insultantemente ricos.
La Belle Époque es una expresión de la lengua francesa que designa el período de euforia que se vivió en Europa y América entre 1870 y 1914. Etapa que tuvo una segunda parte en los años 20, hasta el crack de la Bolsa de Nueva York de 1929 y las crisis sociales de los años 30.
La ausencia de guerra entre las grandes potencias, la expansión económica y las innovaciones tecnológicas generaron grandes niveles de prosperidad entre las clases sociales más pudientes de Occidente. Riqueza que sirvió para financiar el arte, el lujo y el placer de los hombres y mujeres más ricos del mundo que se instalaron aquí, en la Riviera francesa, mientras el resto de Europa sufría los largos y duros meses de invierno.
Si bien la aristocracia inglesa fue la primera en acudir a la Costa Azul, no fue la única. Con la llegada del ferrocarril a Niza en 1864, cada vez fueron más numerosos los nobles franceses, italianos y alemanes que visitaban la región y se quedaban allí. Las más de mil familias extranjeras que había en 1860 pasaron a ser 25.000 personas en 1887, y 150.000 en 1914. Por ejemplo, la emperatriz de Francia, la española Eugenia de Montijo, vivió sus últimos años en una villa de Cap Martin; el rey Leopoldo II de Bélgica o la baronesa Ephrussi de Rostchild se hicieron construir sendas mansiones en la llamada península de los millonarios de St-Jean-Cap-Ferrat. Una importante colonia de aristócratas rusos se instaló también en Niza en el último tercio del siglo XIX. Aquí construyeron numerosas residencias, como el palacete Kotchousbey (actual museo de Bellas Artes), el palacio Romanov o el castillo de Valrose, sede de la Universidad de Niza. Pero por encima de todos ellos destaca la catedral de San Nicolás, la iglesia ortodoxa rusa más bella e importante fuera de Rusia. Construida por la emperatriz Marie Fedorovna en memoria de su primer amante, la catedral es aún hoy el principal referente de la comunidad ortodoxa en Francia.
Un paraíso verde y azul
La razón de tal fascinación por Niza estaba en el clima, tal como explica Ramiro Cristóbal en su libro La Costa Azul. El paraíso de la dolce vita (Planeta, 2003). Los británicos habían probado el ambiente cálido de sus colonias en Asia y África, pero el sur de Europa representaba un agradable término medio entre las brumas húmedas de su país de origen y el calor sofocante de esos lugares. Algunos recalaron en otros puntos del Mediterráneo, como las islas Baleares, pero fue la costa de Niza la escogida como nueva tierra prometida. Buscaban un lugar donde disfrutar del invierno, curar sus dolencias (como la entonces intratable tuberculosis) y hacer posible algunas de sus pasiones más privadas, como por ejemplo la jardinería. Los ingleses desarrollaron el gusto en nuestras latitudes por un bien tan escaso en el Mediterráneo como era, y es, el color verde. Introdujeron numerosas plantas exóticas, y junto a la flora local crearon preciosos vergeles que todavía hoy se pueden visitar en la Villa Ephrussi, la fundación Maeght o en el Jardín de Sacha Guitry en Cap d¿Ail. Niza y su entorno, bautizado en 1883 por el periodista Stephen Liégeard como la Côte d¿Azur (Costa Azul) se convirtieron en el lugar de descanso de los hombres y las mujeres más ricos que la historia de la humanidad había conocido. Aquí venían a reposar y hacer posibles sus sueños, ya sea en el casino de Montecarlo o en el observatorio astronómico de Niza.
Tras la Primera Guerra Mundial llegó una segunda oleada de inmigrantes de lujo a la Costa Azul. Esta vez no eran ni millonarios, ni aristócratas. Eran artistas. El sueño necesitaba arte para superar la tragedia de la Gran Guerra. Aparecieron los ballets rusos, y con ellos, pintores como Pablo Picasso y Matisse, músicos como Rimski-Kórsakov y Cole Porter, escritores como Scott Fitzgerald... "¡Ah los colores de Niza! ¿escribió el filósofo alemán Friedrich Nietzsche¿. Es una lástima que no pueda desprenderlos y enviártelos, es como si hubieran pasado por una criba de plata, inmaterializados, espiritualizados".