Estos días venía de casa contemplando como la primavera, por fin, esplende a cada paso mientras nosotros, o al menos algunos de nosotros, seguimos en el trajín de las idas y venidas del ajetreo diario. Mientras los colores y tonalidades del verde renovado me gritaba desde los árboles y la hierba nueva, las amapolas y todo tipo de flores se empeñaban en hacerse ver en ese océano.
Realmente necesito tener un tiempo para sumergirme en todo eso, aunque sólo sean unos instantes ocasionales a lo largo de la estación para poder agradecer que la vida vence y que no estamos condenados al perpetuo invierno o al permanente verano. Un tiempo para apreciar las pequeñas cosas que hacen que la riada de malas noticias no acaben instalándome en la tristeza. Poder ver lo que la creación despliega a mi alrededor me recuerda que estoy llamado a transcenderme, que hay un pálpito del creador en cada espiga, en cada pétalo y en cada rama que alberga vida. Incluso cuando el verano llega y el sol arranca destellos dorados del pastizal de lo que poco antes fue fresco y verde, hay una música inaudible que canta al autor de todas las cosas para quien quiera oírla.
Hay días en uno pierde la fe en el ser humano, si es que eso es posible, porque implica perder la fe en uno mismo tácitamente. Esos días en que discutimos qué hacer con los inmigrantes que se enfrentan a la muerte en alta mar, en que permanecemos mudos ante masacres repetidas de cristianos a lo largo de Asia y África, en que discutimos si es un gran progreso permitir que los padres opinen si su hija debe abortar, pero no si abortar es realmente el asesinato de un inocente a manos de quienes deberían protegerlo. Días en que nos escandalizamos farisaicamente por los dineros de aquellos a quienes envidiamos indisimuladamente, en que consideramos vicio lo que en nuestro caso reconocemos como virtud. Días en que la habitual algarabía entre los guardianes de las codicias sórdidas y los portavoces de las ideas estúpidas ponen una pesada losa sobre mí.
Y es en esos momentos en que se hace necesario ese tiempo para apreciar lo que está cerca, lo que realmente importa y los pequeños detalles con los que Dios nos convoca a la esperanza. Ayer un niño de primera comunión que había ayudado a misa iba a llegar tarde sus tareas y se exponía a una regañina de su madre, le di las gracias por su ayuda y le manifesté mi pesar porque le supusiera un problema en casa, al momento volvió a decirme con una sonrisa, "no te preocupes, no sólo no me ha reñido sino que se ha reído". Bendita inocencia la del detalle de preocuparse de mi preocupación. Destellos de sol entre los nubarrones de la actualidad.
En un reciente campamento de verano, mientras descansaba del trajín e intentaba reponerme de las agujetas, leía una frase de San Agustín que ahora me viene a la mente. Sobre todo porque tengo la impresión de esta sociedad cada vez se define más por las cosas que desprecia, gente que disfruta más del sufrimiento del que considera su enemigo, que del propio triunfo. En medio de esos odios, el pensamiento de San Agustín es casi revolucionario, venía a decir en resumen, "eres lo que amas"... No me quitó las agujetas, pero les dio sentido.
Somos lo que amamos, ¿lo vamos teniendo claro? ¿Agujetas hasta en el espíritu? Genial, si tienen sentido.
Por cierto, la naturaleza está gritando que resucitó no deberíamos perdérnoslo.