Entre las ilusiones de nuestra época está la de considerar que los accidentes se producen por errores técnicos, ya sea provocados por un fallo en la maquinaria o de quien la pilota. Y así nos lo cuenta la historia del Titanic y de su hundimiento, símbolo esplendoroso de todo un optimismo tecnológico que devino en catástrofe. Sin embargo, lo que se escamotea a quienes no ven el lado sombrío de las cosas, el veneno disuelto en el vaso, la herrumbre en el metal, es que los accidentes son consecuencia de lesiones que se produjeron mucho antes. El error, que ahora en tiempos pandémicos vuelve a aflorar, no fue no divisar el iceberg, sino pensar que el Titanic podría atravesar icebergs. No es un error individual, sino de época. No es un error de cálculo, sino de credo. La consecuencia de asumir esta incorrección, este viraje en el punto de mira, bien podría ser plantear, de una vez, una educación que no busque la conquista y la perfección sino la verdad y la prudencia.
"¿Por qué las mentes que han puesto en peligro y modificado nuestra vida de una manera tan inquietante e imprevisible no se contentan con desencadenar y dominar fuerzas monstruosas, y con la gloria, el poder y la riqueza que afluye hacia ellos? ¿Por qué se empeñan además en ser santos a tout prix? (Ernst Jünger, Abejas de cristal)