Pero otra cosa muy diferente es querer independizarse y arrojarse en brazos del nacionalismo catalán. El independentismo es aceptable cuando responde al impulso ciudadano de escapar de la inmundicia y construir una sociedad mejor. Luchar por la independencia para abrazar una sociedad todavía más sucia, antidemocrática y rastrera que la que se abandona sería una idiotez insensata.
El problema, para esos independentistas democráticos, ciudadanos y amantes de una sociedad avanzada y decente, es que abandonar la nación española significa caer de lleno bajo el dominio de la Generalitat y de los partidos políticos catalanes, todavía más corruptos, injustos, arbitrarios e indecentes que su homólogos españoles. El éxodo de Más no conduce a la tierra prometida, sino a una Cataluña menos libre, mas corrupta, aislada, decadente y sin remedio. Los manifestantes independentistas queman ya banderas de Europa, todo un síntoma de que el camino está viciado y conduce al totalitarismo mentiroso de los nacionalismos irredentos y excluyentes, enemigos del progreso y hasta de la misma Historia.
Los pobres demócratas catalanes se encuentran frente a un dilema dramático y deberían preguntarse si les conviene salir de una España impresentanble pero que por lo menos conserva la esperanza de que su pertenencia a la Europa desarrollada la redima y obligue a sus políticos sinverguenzas e ineptos a que rectifiquen, o quedarse atrapados en una Cataluña encerrada en si misma, cociéndose en su propia salsa nacionalista, expulsada de Europa y en manos de una clase política que supera a la española (lo que ya es difícil) en iniquidad, corrupción, arbitrariedades, mentiras y vicios antidemocráticos.
Los que se agarran a la independencia para buscar más prosperidad también se equivocan porque Cataluña está más endeudada que el resto de España y su bono es mas basura que el de Portugal, casi tan caro como el de Grecia. Además, una Cataluña independiente, fuera de la Unión Europea y del euro, aunque sea temporalmente, y enemistada con su mercado cautivo y prioritario, que es España, entraría pronto en una espiral de ruina, financiándose al 12 por ciento mínimo y con miles de sus empresas cerrándose por falta de mercado.
El gran dilema para todos los españoles decentes es si permanecemos aquí, sometidos a la caterva de mediocres que nos gobiernan sin tacto, justicia o sentido de la demcoracia, o si emigramos. Pero emigrar a Cataluña para desembarazarse de España es una ridiculez torpe y sin sentido, lo mismo que decirle adios a Rajoy para echarse en brazos de Artur Mas. Si Cataluña tuviera un gobierno decente, democrático y digno, el independentismo catalán podría entenderse, pero no cuando es evidente que los gobernantes catalanes han robado más, han sido más corruptos, han mentido con idéntica desvergüenza a sus ciudadanos y también se han comportado con más hipocresía, indignidad y torpeza.
En tiempos de Zapatero, muchos llegamos a sentir tanto asco de España que pensabamos emigrar e instalarnos en paises que, aunque tuvieran defectos, conservasen algunos rasgos básicos de la democracia, como una Justicia independiente, una sociedad civil fuerte y una ciudadanía con poder, pero jamás se nos habría ocurrido abrazarnos a Andalucía para liberarnos de Zapatero, porque aquí, en Sevilla, al igual que ocurre hoy en Barcelona, la corte de Manolo Chaves y a sus corruptos, representaba un mundo más ajeno a la democracia y la decencia que el que presidía el inepto ZP.
El independentismo no es solución, sino todo lo contrario, tanto para los catalanes como para gallegos, murcianos, andaluces y vascos. Lo que hay que hacer es refundar España y reorganizarla bajo leyes, normas, bases y gente decente, limpia y presentable, erradicando la actual casta política, merecedora del reproche y del rechazo de su pueblo. Lo que necesitamos es instaurar la democracia de una vez, pero ahora en serio, sin partidos políticos mafiosos, obsesionados en el poder y en los privilegios y entrenados para anteponer sus propios intereses al bien común y a la nación, con el ciudadano controlando el ejercicio del poder, con exigencias éticas, con separación de poderes y con leyes justas, asumidas y respetadas por todos.
Con un Estado decente y con políticos de altura y limpieza, en nada parecidos a los actuales, el independentismo, que no es otra cosa que un rechazo extremo al Estado común, carecería de sentido. Con la España actual, dominada por políticos cuajados de privilegios, que sólo representan a sus partidos y con un sistema que no respeta ni siquiera una sóla de las reglas básicas de la democracia, el independentismo es un sentimiento explicable en la mayoría de los casos.