“Hay heridas que en vez de abrirnos la piel, nos abren los ojos”.
Pablo Neruda
Para que duela un golpe no tiene por qué pegarte fuerte, basta con que golpee en el lugar adecuado.
A veces, es suficiente una caricia para tumbarte, y otras el golpe más duro y certero tan solo consigue mantenerte en pie, anclado al suelo, aunque la realidad sea que te haya destrozado por dentro.
En ocasiones, esos golpes son inapreciables, pero letales. No los ves venir y tampoco notas el brutal impacto contra tu cuerpo. Pero al desangrarte es cuando recuerdas, con la certeza de una bala directa en la sien, todas y cada una de las palabras y gestos que fueron perforando tu cuerpo en miles de agujeros, aparentemente invisibles, por los que se te escapan la vida, la ilusión o los sueños.
Otras, el golpe es silencioso y no por eso deja de hacer un ruido tremendo. Estos son los peores, los que escucharás siempre en el recuerdo. Los que te van a perseguir como una diabólica sombra que no se compadece de ti ni un instante, por mucho que las súplicas escapen, con fuerza, susurradas de tu boca. Se adhieren a ti y atacan a todas horas… en forma de canción, escalofrío que te inmoviliza, imagen que nunca borras de tu memoria o caricia que no te roza, pero que notas pegada a tu piel igual que una losa.
Golpes, certeros. Apuntan, disparan y, con suerte, matan. Sí, con suerte… Porque para muchos es preferible la muerte que la agonía de miles de pequeñas heridas que no te matan y cuya crueldad consiste, precisamente, en recordarte que sigues viva.
Injusto… Como asomarte a un corazón y acordarte de que, mientras te precipitas al vacío, nadie había desplegado la red que podría salvarte. Y les miras, suplicante, entendiendo que no habías pedido que la colocaran porque nunca habías creído necesitarla.
Y no hablo de la red, ni del vacío, ni siquiera del precipicio; sino de haber confiado, hasta el fondo, en ese puto corazón.
Bum.
Golpe directo.
Como cuando no te escogían en el colegio para formar grupos y lo hacían al final, cuando ya sabías que no eras la elección, sino el descarte. Pero sonreías, apretando fuerte los puños y escondiendo las manos tras tu espalda, intentando disimular que, con cada niño que no eras tú, se iba quedando la desilusión como única compañía, en esa fila que ocupabas y que estaba cada vez más vacía.
Ahora, años después, sigo protegiendo mis manos en la espalda y sonrío, también, al entender que nunca me ha gustado hacer, ni que me hagan, nada por imposición.
Que os den. He aprendido a elegirme yo primero.
Injusto, como la indiferencia de quien creías que contigo sería diferente.
La fría indiferencia de quien olvida cuidarte, aunque tú no dejas de recordarte hacerlo. La amarga hiel de quien silencia palabras cuando tú estás pidiendo a gritos que hablen por o para ti; o el letal egoísmo de quien no entrega, pero no olvida juntar sus manos para no dejar de recibir lo que le estés dispuesto a dar.
Balas, que pretenden hacerte creer que jamás quisieron disparar y, sin embargo, les ves disfrutar del espectáculo de la sangre brotando de tus heridas.
Como quien aparta la mirada para no ver lo que tiene delante porque tiene miedo a perderlo, aunque sepa que ya lo perdió hace tiempo.
Como aquel que se miente para justificar lo que le daña y no admite excusa. Como quien se hace trampas para intentar ganarle la partida al olvido.
Es injusto.
Como el puto orgullo de quien no cree más allá de su ego. Y se permite emitir juicios, obviando, conscientemente, que el resto también cree, piensa y siente.
Golpes… certeros, atinados, directos, esquivos, escurridizos, diestros, hábiles, suaves, firmes, letales, livianos, hirientes, mortales, precisos… porque, en definitiva, para que te duelan los golpes, solo es necesario que seas de carne y huesos.
De ilusión.
Y de sueños.
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