Es oficial, odio el metro

Por Pilarm

Hacía años que no me tocaba viajar en metro por las mañanas, y menos en hora punta. Y después de dos meses haciéndolo, puedo decir que odio el metro en esas horas del día.
Hay varias razones, la primera es la cantidad de gente que hay. Todos salimos a la misma hora de casa porque todos tenemos que llegar a la misma hora al trabajo o a las clases. Que yo lo entiendo, es que los horarios son así, pero ¿es necesaria tanta mala leche y tanta falta de educación para viajar a las 8 de la mañana en el metro? ¿De verdad es requisito imprescindible?
Vamos todos con cara de sueño, de mosqueo por ir a trabajar -es que nos molesta tener que trabajar, las cosas son así- y más apretado que en una lata de sardinas. La única opción que tienes para distraerte en el trayecto es ir mirando a todos lados o llevar música, porque como quieras llevar un libro, llega un punto en el que las páginas las tienes a 2 centímetros de tu cara y es imposible entender las letras.
Pero lo peor no es ir tan apretujado en el vagón que te clavas los bolsos, mochilas, periódicos, libros y demás cosas del resto, lo peor viene cuando hay que salir. Eso es un ¡Sálvese quien pueda! en toda regla mezclado con un Llego tarde, llego tarde -al más puro conejo blanco de Alicia en el País de las Maravillas-, combinado con Te meto un codazo, te adelanto por donde pueda y acelero... ¡a ras! -arrasando es la mejor palabra para usar en esta maniobra-.
Estoy segura de que si alguien se cae por efecto de una de estas personas, el resto le pisarían sin mirar ni al suelo, como una tromba de animales salvajes, taconeando todos a la vez -no en plan flamenco, sino al caminar- y moviéndose en masa desunida a sus destinos. Lo que viene a ser la ley de la selva.
Me asusta el metro por las mañanas, mucho. Tanto que he decidido salir cinco minutos más tarde de casa para poder ir más cómoda en el vagón, con menos empujones, menos malas caras largas, menos farfulleos e insultos -no sé si dirigidos a mí no-, menos codazos, más aire para respirar y así poder llegar enterita adonde me dirijo. Es que ni en La Odisea de Homero pasaron tantas cosas.
La parte buena es que esto solamente ocurre cinco de cada siete días de la semana, los otros dos nos ponemos todos de acuerdo para no madrugar, aunque sí para ir a la misma hora al centro, supongo que por aquello de no perder costumbres.
Cómo nos gusta lo malo conocido que lo bueno por conocer.