¿Es progresismo o es resentimiento?

Por Javier Martínez Gracia @JaviMgracia
   Hay situaciones que a duras penas se prestan al disimulo, la ambigüedad o la evasión, y comportamientos que, aunque pretendan justificarse amparándose en argumentos de carácter político, dejan en evidencia anomalías que difícilmente encontrarían el amparo del sentido común. Por ejemplo, todo lo que rodea al caso de Alfonso Fernández Ortega, más conocido entre sus conmilitones de la extrema izquierda como Alfon, un joven convertido por ellos en icono de la protesta popular a raíz de su detención el 14 de noviembre de 2012, día en que tuvo lugar una huelga general convocada por las centrales sindicales. La razón de su detención fue que se le sorprendió llevando una bolsa de gran tamaño con un artefacto explosivo de fabricación casera, que contenía metralla y una mecha de fósforos, es decir, que estaba preparado para ser detonado. Alfon tenía antecedentes policiales tan graves como robo con violencia, tráfico de estupefacientes y agresión sexual, y está cumpliendo ahora condena por un delito tipificado en el Código Penal, como es el de tenencia de explosivos. La sentencia ha sido ratificada por el Tribunal Supremo, a pesar de lo cual los grupos de Podemos, Izquierda Unida, BNG, Amaiur, ERC, Compromis y Geroa-Bai lo han convertido en un héroe afirmando que ha sido “acusado falsamente por la policía”, y presentando en el Parlamento una proposición no de ley sostenida sobre esta afirmación. No solo eso: se han organizado manifestaciones, se han hecho pancartas, camisetas, chapas, pegatinas… ensalzando a este “héroe” de la lucha sindical y popular.     Podría entenderse que estos grupos de la extrema izquierda defienden a Alfonso Fernández de buena fe, convencidos de que el Tribunal Supremo prevarica al condenarle, y que, por tanto, están en contra de los actos violentos que se enmascaran bajo el camuflaje de la política, pero no es este el único caso que con esas mismas características ha saltado a la opinión pública y que viene a demostrar que la propensión hacia las acciones violentas por parte de estos grupos no deriva de un malentendido. Destaca, por ejemplo, el de Andrés Bódalo, concejal que encabezó la lista a las elecciones generales del 20 de diciembre por Podemos en Jaén, a pesar de que cuando se celebraron tales elecciones estaba condenado a tres años y medio de prisión por agredir a un edil socialista en 2012. Efectivamente, Bódalo había sido condenado por un delito de atentado y una falta de lesiones por la agresión contra el primer teniente de alcalde de Jódar, Juan Ibarra Marín, durante una protesta.     Tampoco fue esa la única ocasión en que Bódalo trasladó su atrabiliario carácter al ámbito de la política, sino que su historial en este sentido se remonta al 2002. El 20 de junio de ese año coincidió con una jornada de huelga general. Algunos comercios y establecimientos de Úbeda decidieron abrir. Fue el caso de una heladería en la que irrumpió salvajemente un piquete violento entre los que se encontraba el concejal de la formación morada. Eva, la heladera, estaba embarazada de seis meses. A ella y a su marido les agredieron en presencia de su hijo de dos años, y asimismo destrozaron su establecimiento. Por estos hechos, Bódalo y sus compañeros piqueteros aceptaron 2 años de prisión por un delito de coacciones, amenazas, daños y vulneración del derecho de los trabajadores. Tres años después, Bódalo asaltó la consejería de Agricultura de la Junta para exigir la cesión de una finca. Hubo enfrentamientos con policías, causando traumatismos a cuatro de ellos. Meses más tarde ocupó la iglesia de un colegio de Úbeda. En agosto de 2012 asaltó con el alcalde de Marinaleda, Juan Manuel Sánchez Gordillo, un Mercadona en Écija. Un mes después ocurrieron los hechos por los que ahora ha sido condenado y enviado a prisión. Pero aún tuvo tiempo en abril de 2014 de organizar en Jaén la presentación de un libro del diputado de Amaiur, Sabino Cuadra. Un grupo hostil a la realización del acto se presentó en el lugar y aquello terminó en una batalla campal. Bódalo pegó a uno de ellos. Fue condenado a pagar una indemnización y una multa.     No son estos los únicos casos de violencia que pretenden tener justificación política protagonizada últimamente por activistas de grupos extremistas. Por ejemplo, el diputado regional de Podemos de Asturias, Enrique López Hernández, también está acusado, junto a otras ocho personas de un delito de atentado con lesiones a raíz de los altercados que se produjeron en 2014 en el Teatro Jovellanos de Gijón, cuando un grupo de manifestantes entre los que se encontraba López Hernández se enfrentó a los agentes durante una protesta contra Israel y en favor del pueblo palestino, coincidiendo con la actuación del grupo judío Sheketak. En esos altercados resultaron heridos seis agentes del Cuerpo Nacional de Policía.¿Cuál es la postura de los dirigentes políticos de la extrema izquierda ante este tipo de actos? El líder de Podemos, Pablo Iglesias, declaró sentirse "orgulloso" de su cabeza de lista por Jaén, Andrés Bódalo: "En este país se hacen leyes que sirven para condenar, para castigar a los que defienden los derechos sociales de todos. Y yo estoy orgulloso de que la gente que los defiende se identifique con Podemos". Iglesias decía también que "los delitos de los que se hablan son desórdenes públicos y atentado contra la autoridad, que suelen ser tipos penales que casi siempre se aplican a gente que participa en manifestaciones, en huelgas, a gente que, en última instancia, lucha por los derechos sociales y civiles". Asimismo, dos días después de que el concejal de Podemos fuera detenido, el partido en el Gobierno del Ayuntamiento de Madrid (no Manuela Carmena) mostró su apoyo al agresor. Diversos dirigentes de la extrema izquierda firmaron un manifiesto pidiendo el indulto para José Bódalo, entre ellos, la alcaldesa de Barcelona, Ada Colau; el regidor de Zaragoza, Pedro Santiesteve; el de Cádiz, José María González Kichi; el de Santiago de Compostela, Martiño Noriega y el de La Coruña, Xulio Ferreiro, además de Pablo Iglesias, Teresa Rodríguez, la dirigente de Podemos en Andalucía (que comparó a Bódalo con Miguel Hernández), y Alberto Garzón, líder de Izquierda Unida. Esa petición de indulto fue acompañada de unas 5.000 firmas.   La clave de por qué se justifican este tipo de comportamientos antisociales la podemos encontrar en silogismos como los que planteaba Pablo Iglesias en las redes sociales, en uno de sus tweets, hecho público el 7 de agosto de 2012, y en el que escribía: “25% de paro y Amancio Ortega en el ranking mundial de los ricos. Democracia ¿Donde (sic)? Terrorista ¿Quien (sic)?”. En suma, Iglesias venía a plantear que el auténtico terrorismo nace en trayectorias como las que han llevado a Amancio Ortega desde sus orígenes humildes hasta el hecho de ser la segunda persona más rica del mundo, y que el sistema que consiente algo así no es una democracia tal como este dirigente político la entiende. Aún más, se puede prolongar esa secuencia argumental hasta llegar a entender que la violencia ejercida contra este sistema es una violencia de respuesta, defensiva, y así viene a manifestarlo en otro de sus tweets de marzo de este año en el que toma partido por el violento concejal jienense del que venimos hablando: “Es una vergüenza que al tiempo que miles de corruptos se van de rositas, Andrés Bódalo pueda ir a la cárcel. Solidaridad con los que luchan”.      Inditex, la empresa de Amancio Ortega, cuenta en su haber con el hecho de dar trabajo directamente a 120.000 personas en todo el mundo, así como aportar al erario público, por ejemplo en 2015, la nada despreciable cantidad de 1.000 millones de euros entre Impuesto de Sociedades, aranceles y cotizaciones sociales. No soslayamos que en su debe están ciertas prácticas laborales en países del Tercer Mundo muy cuestionables, del tipo de exhaustivas jornadas de trabajo por sueldos muy bajos o incluso explotación laboral infantil. Pero los ideólogos de la extrema izquierda no se plantean tanto corregir posibles abusos de este tipo, como suprimir un sistema en el que la iniciativa privada pueda conducir al enriquecimiento, aunque sea lícitamente. Hasta tal punto les resulta hostil un sistema así que, como viene a decir Iglesias, ven en él la razón de ser del terrorismo. Y es así como queda justificada la violencia “defensiva” contra quienes de una u otra forma participan de ese estado de cosas… tanto si es un policía como si se trata de un teniente de alcalde o incluso de una propietaria de heladería embarazada que se niega a ir a la huelga. Y llegar a estos extremos obliga a preguntarse sobre si tales actitudes caben dentro de planteamientos que pudiéramos llamar políticos o si surgen de mecanismos mentales y morales más propios de personas por alguna razón resentidas e intrínsecamente –más allá de su disfraz político– propensas a los comportamientos violentos.     El pensador que más ha profundizado en el análisis del resentimiento ha sido probablemente Nietzsche, que en su “Genealogía de la moral” decía: “La real causa del resentimiento, de la venganza y de sus afines se encuentra en el deseo de distraer (…) un dolor martirizante, oculto y cada vez menos soportable, mediante una emoción más fuerte (…), y para provocarla, el primero y el mejor pretexto es pensar que alguien debe ser culpable de que yo me encuentre mal”. De aquella inquietud o desdicha que, para empezar, a todos nos afecta más o menos por el mero hecho de haber nacido, el resentido hace culpables sistemáticamente a otros, a los que convierte en malvados, y que unas veces resultará ser el vecino o el padre y otras, el gobernante o el patrón. Evidentemente, el propio sufrimiento se hace más llevadero cuando consigue transformarse en ira. El resentido, dice también Nietzsche, vive en un mundo de “subterránea e inagotable venganza, insaciable en explosiones contra los dichosos”, o contra los que ante él aparecen como tales, a los que viene a considerar culpables de las desgracias propias. También el pesimista Schopenhauer decía generalizando: “Los hombres no pueden soportar la contemplación de un supuesto hombre feliz porque se sienten desgraciados”. La suprema venganza del resentido –volvemos a Nietzsche– será convencer a los afortunados de que “es una vergüenza ser feliz habiendo tanta miseria”; y si no los persuade de ello por las buenas, aún es capaz de utilizar las convincentes armas del envidioso (la envidia, decía Unamuno precisamente, “es la lepra nacional española”), para el que “ver sufrir ocasiona bienestar, y hacer sufrir, aún más bienestar”. Así, dice Nietzsche en fin, se llega a una “transvaloración o inversión de los valores”, a través de la cual “el malvado de la moral del resentimiento es el bueno de la otra moral”, es decir, el que es capaz de triunfar es un malvado, y el fracasado o amargado se convierte en bueno. Como se dice en el cántico de la Internacional, a través de la revolución (de la inversión de los valores), “los nada de hoy, todo han de ser”. Lo cual cuenta con aquel precedente moral, en el que este otro apotegma se incardina, y según el cual “es más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que el que un rico entre en el reino de los cielos”(o, podríamos añadir, “entre en la dictadura del proletariado”). Cuando esa inversión de los valores se convierte en políticamente correcta, destacar de alguna forma pasa a ser algo perverso, de modo que –continuamos con Nietzsche, esta vez el de “Más allá del bien y del mal”“hay que tener permiso para poseer talento”, y asimismo, preventivamente, “nos presentamos como más simples de lo que somos para así descansar de nuestros semejantes”. La única defensa posible frente a esos semejantes que representan a la nueva moral habría de consistir en pedir perdón por los propios éxitos.    Si acabara triunfando una cosmovisión según la cual el éxito económico no solo es condenable, sino que, de una manera más o menos explícita, se le acusa de práctica terrorista, y actuaciones violentas como las arriba descritas son asimiladas a comportamientos progresistas; si en vez de la admiración y la emulación, el que destaca suscitara odio, envidia y resentimiento; en suma, si la sociedad acabara metabolizando esa dramática inversión de los valores, lo que estaría asomando por el horizonte sería la desestabilización social, la inseguridad ciudadana y el desastre económico, moral y cultural. En suma, el caos.