Los primeros años de la Democracia, cambiaron las cosas. Los oficiales y funcionarios se percataron de que los tiempos eran otros y cualquier abuso o mal trato podía ser denunciado en el libro de reclamaciones. Se repitió por activa y por pasiva que el pueblo es el soberano y, por tanto, el que merece todos los respetos. Y comenzaban saludando y preguntando: “Buenos días. ¿En qué puedo ayudarle?¿Qué desea usted?” La gente no salía de su asombro. Dejaban de temblar e incluso se atrevían a decir: “¿Cómo está usted?”. Al poco tiempo, parecía que la burocracia democrática había asimilado las formas educadas del tratamiento al pueblo.
Desde hace unos años, estamos volviendo a detectar malos modos en las ventanillas municipales y públicas. Algunos funcionarios y oficiales han vuelto a las andadas, como dando a entender que el cortijo es de ellos, porque su partido ha ganado las elecciones; es decir, se ha pasado de la democracia a la partitocracia. El pueblo es el soberano por unos días pero, durante cuatro años, el único amo es el partido. Si algún ciudadano se envalentona y pide el libro de reclamaciones, exclaman con el mayor descaro del mundo: “Reclame usted, escriba todo lo que quiera, verá como no lleva razón.” Y la gente sencilla, que no quiere líos, se va desairada sin ganas de “meneallo”. Alguno, haciendo un acto de heroísmo, pega un grito, suelta un taco y se va echando chiribitas.
Abunda un tipo de funcionario indiferente, frío, inactivo, tibio, que ni siquiera saluda. El público sigue manteniendo las formas y saluda al entrar y se despide al salir, pero el funcionario ni se inmuta; mira hacia otro lado como si no fuera con él. Ha cortado todos los canales de los buenos modales y se queda tan pancho. Se diría que le cuesta dinero saludar, que el corazón se le ha quedado insensibilizado, envuelto en una malla de metal; que sólo reacciona cuando hay propinas o regalos.
A este respecto, recuerdo una anécdota que me contó un amigo -con perdón de Platero-. Salía de su casa, cada mañana, para ir al campo a trabajar. Se encontraba con un vecino que salía con su borriquillo a la misma hora, lo saludaba y respondía a su saludo. Un día, lo paró y le dijo: “Veo que usted me saluda cada mañana, como debe ser. Pero el que va con usted, nunca me saluda, ¿qué pasa? “Es que es un burro” –contestó sin inmutarse. “¡Ah!¡Ya!”. Bueno, pues eso es lo que le pasa a algunos funcionarios incapaces de contestar a un saludo.
JUAN LEIVA