1.El joven estaba alegre, animado y contento: su edad rozaba la veintena, tenía una buena familia que le había educado en las más altas reglas de la educación y la cortesía, unos amigos con los que podía contar y una carrera universitaria que iba viento en popa; todavía quedaban varias semanas para retomar el curso en la facultad y quedaba lo mejor del verano: sus anheladas fiestas de pueblo –que no pueblerinas (o eso creía él)–, que también rondaba la veintena en cuanto a los miles de habitantes. Tenía asimismo una pandilla de amigos, algunos más animados en cuanto a las festividades que se aproximaban y otros menos, pero que siempre participaban en ellas. Era un joven bastante normal: a sus quince años había roto con la música heredada de sus padres y de su infancia y había comenzado a soñar con el rock y el heavy metal, se había dejado el pelo largo y, pasado el tiempo, había transitado otros caminos: había abierto sus ojos hacia otras formas alternativas de vivir y de disfrutar; la universidad le había permitido conocer a otras personas y escuchar acentos valencianos más allá del “apitxat”. Se sentía todo un privilegiado: ya podía distinguir entre una “b” y una “v”, entre un “riberenc” i un “castellonenc”. Había descubierto también que sus marchas a la capital le permitían conocer lugares casi inhabitados, establecimientos que encantaban sus sentidos y que le metían de lleno en un universo infinito de sensaciones. El amor había llegado, alejado ya de los primeros escarceos infructuosos de la primera adolescencia; los trenes y metros se habían convertido en sus mejores aliados para tan grandes aventuras; las guitarras seguían sonando con más potencia y los libros crecían en unos estantes que recibían nuevas voces del turbulento siglo XX. Los recipientes de comida transportada y recalentada habían sustituido los cuidados platos de la abuela, y las pausadas horas se habían convertido en rápidos mordiscos inseguros antes de retornar a la biblioteca.
Todo esto volvería en unas semanas, aunque primero debía quemar sus últimos cartuchos antes de retornar a la madriguera invernal. Enfundado con alguna que otra botella de alcohol, espolvoreado por fragancias baratas y arreglado el pelo mirando hacia lo alto, se dispuso a su disfrutar de su noche. Fue una noche feliz, entre amigos, huyendo y evadiéndose del septiembre que avanzaba; pero algo fallaba: sus sentidos entumecidos por el alcohol aún podían detectar que algo iba mal; la música se repetía una y otra vez. ¿Pasaría algo con los responsables? ¿Se habría llenado el lápiz de memoria y no cabían más canciones? No podían ser tan estúpidos; estaba claro: había órdenes claras de repetir hasta cuatro o cinco veces las mismas canciones. Eran órdenes inapelables de los que pagaban, incluso podía ser peligroso no obedecer. Retornando a la realidad de estas elucubraciones se dio cuenta de que alguien estaba importunándolo: una pareja –más bien dos cuerpos ebrios–, se refregaban viscosamente sus partes lúbricas ejerciendo el suficiente contacto como para alterar sus sentidos; todo ello aderezado con la cíclica música que no cesaba. Era el componente perfecto y, además, era lo que se buscaba; las órdenes estaban claras.
El joven, cansado de este eterno castigo, se fue a su casa antes de terminar la fiesta que se había prometido. En su cabeza continuó sonando algo sobre un taxi, sobre una mordidita, y sobre danzas que poco se parecían a los sonidos de guitarra a los que se había acostumbrado. Su verano había terminado. Este joven podría ser alguno de los que habitan las plazas en las fiestas de pueblo, alguno quizás, pero habría que buscar bien.
Si la cosa se quedara aquí, quizás no pasaría nada y nuestro joven asumiría su derrota, como chico bien educado; pero el problema está en las cifras alarmantes. En 2014 las cifras de la violencia de género en menores de 18 años crecieron según el INE, así como las de chicas entre 16 y 19 años que sufren situaciones de control y violencia psicológica. Es necesario repensar cómo estos mensajes calan en los jóvenes, volver a considerar la idea de género, de deseo, de sexualidad y afectividad, y de violencia. Y, desde luego, repensar el bien que estamos (están) haciendo los que piden estas canciones en las fiestas locales, no una vez, sino hasta cuatro o cinco. Hay alternativas: el llamado Modelo Tradicional Dominante que promueven estos discursos son tan perjudiciales y poderosos que, en contextos educativos y familiares igualitarios, afloran diariamente muestras de violencia de género explícita e implícita. Ya hay estudios sobre el llamado Modelo Alternativo de Masculinidad, artículos que machacan películas como A tres metros sobre el cielo por lo espeluznante de sus propuestas; y también hay canciones alternativas. Los modelos se promueven con artefactos culturales, para bien o para mal, y las películas, los programas de televisión y las canciones son, quizás, los elementos con mayor influencia.
Quiero acabar recordando a Simone de Beauvoir que, en El segundo sexo, de 1949, realizó un lúcido análisis de por qué las mujeres eran consideradas así y prevalecían las relaciones patriarcales. Simone expuso su idea clave: “la mujer no nace, se hace”; el ideal de feminidad, así como el de masculinidad, es una construcción social e histórica hecha por sociedades concretas que los perpetúan. Ser mujer es algo más que lo puramente biológico y hay un componente cultural y social, del mismo modo que lo hay en los gustos de los adolescentes hacia sus iguales; y todo ello se educa. Cuando a las mujeres se las considera como cajas vacías donde solo caben ideas hueras (derrochadora, coqueta, provocadora, obediente, infiel, zorra, objeto, placer), retornamos a lo peor de los modelos homéricos. Es posible que los grupos de jóvenes que organizan las fiestas locales y se encargan de contratar, de sugerir o de organizar este tipo de actos, debieran tener en cuenta el pensamiento alternativo, el bien común hacia nuestra sociedad, y las posibilidades variadas en cuanto a estilos o mensajes musicales. Son responsables, lo quieran o no. Del mismo modo, las autoridades deberían velar por una pluralidad muchas veces diezmada y, repito, por el bien común. Los mensajes repetidos se convierten en realidad, y nuestra realidad no es para estar satisfechos. Nuestro joven de Puçol no lo estaría.