“He’ll wrap you in his arms,
tell you that you’ve been a good boy
He’ll rekindle all the dreams
it took you a lifetime to destroy“ Red right hand, Nick Cave & The bad seeds
Director: Simon Wincer
1980
Australia
95 min.
Fotografía:Gary Hansen
Música: Brian May
Guión: Everett de Roche
Reparto: Robert Powell, David Hemmings, Carmen Duncan, Broderick Crawford, Gus Mercurio, Alan Cassell, Mark Spain, Alyson Best, Sean Myers, Mary Simpson
Harlequin es una rareza en medio de un periodo tan dado a las mismas como fue el esplendor vivido por el cine australiano en general, y el fantástico en particular, a caballo entre finales de los 70 y los primerísimos 80, beneficiado por una política gubernamental de inversiones patrocinada desde el Australian Film Institute. Si bien es cierto que esta cualidad, la de lo atípico, lo diferente, viene dada tanto por el relativo exotismo de su nacionalidad como por la limitada difusión que ha tenido este cine tan excitante, no es menos verdad que la calidad media que puede intuirse en
Así en una horquilla que podríamos colocar entre 1977 y 1984 (seguramente el año en el que se terminó el cine de género tal y como había sido conocido), aunque algunas comedias sociales habían llamado ya la atención anteriormente -por ejemplo Sunday Too Far Away realizada por Ken Hanamm en 1975, protagonizada por una de las grandes estrellas del la época, el notable Jack Thompson- y Peter Weir había servido como avanzadilla con su acariciante Picnic en Hanging Rock en 1975.
Lo
Un breve glosario tendría que incluir, La última ola (1977), obra maestra de un Peter Weir que a la postre sería el más consistente director de su generación (rescatar siempre de este periodo esas estupendas aproximaciones al cine bélico en Gallipoli en 1981 y al melodrama romántico, El año que vivimos peligrosamente en 1982), el feroz thriller Asalto al furgón blindado (1978) y el rotundo alegato antiestablishment “Breaker” Morant (1980), una auténtica obra mayor que prometo traer en breve, ambas de un pronto diluido Bruce Beresford (que cuenta también con un exitoso film generacional Puberty Blues de 1981, que desgraciadamente desconozco), la fantasía cochambroso-post-apocalíptica Mad Max (1979) de George Miller y sus secuelas, especialmente la segunda, contribuyente básico para desatar la fiebre italiana por los plagios instantáneos, (puestos a reivindicar no se puede obviar su fenomenal El aceite de la vida ya en 1992). El psicodrama ecológico-metafórico Largo fin de semana (1978) de Colin
Después de esta paliza solo queda decir que hay algo trágicamente chistoso en que el cine australiano de toda una época fuera prácticamente desconocido por aquí y que en cambio, poco después en 1986, el Cocodrilo Dundee del inefable Paul Hogan rompiera taquillas con su popularización de otra escuela cinematográfica del país: la comedia idiota.
En cualquier caso esta es su mejor película, lo que tampoco significa que sea un trabajo redondo desde luego, más bien desaprovechado finalmente por querer ser demasiadas cosas a al vez. Un tanto plano formalmente, envejecido en cuanto a efectos especiales, aunque repleto de buenas ideas, grandes momentos y un personaje central fascinante: el místico al que interpreta un Robert Powell que con su mímica sigilosa y un diseño de vestuario alucinante busca remitir ligeramente a David Bowie, a lo que se suma el recuerdo que la presencia misma del actor hace de Jesucristo, algo que añade una dimensión todavía más extraña al conjunto. Además, de una manera oblicua, hay algo
Este nuevo Rasputín se infiltrará, removiendo la entraña, en la familia de un futurible ministro (el film se abre con el sospechoso accidente mortal de su predecesor en una playa mientra bucea) mediante la mágica curación de la leucemia terminal de su único hijo. Este será curado “in extremis” por este singular hombre, que dice haber entrado en al mansión transformado en pájaro y que poco antes animaba la fiesta de cumpleaños del pequeño vestido de inquietante payaso triste (durante la fiesta Wincer introduce un primer rasgo de inquietud al hacer el payaso coincidir la explosión de un globo con el bramido de un trueno) que comenzará tomando al niño bajo su protección y seguirá seduciendo a la madre del mismo (Carmen Duncan), frustrada y desatendida por un marido ausente y frío (espléndida esa escena de cena íntima, filmada en planos cada vez más cortos y breves, en la que él obliga
Este personaje, el marido, del que se encarga el siempre solvente David Hemmings, explicita en si mismo la naturaleza del film como puesta en escena constante de la manipulación y el engaño. No solo el mismo finge ser una cosa mientras engaña a su esposa, se muestra compungido en público pero desea fervientemente el puesto para el que está siendo evaluado. Evaluación que mide, principalmente su predisposición a dejarse mangonear, a ser el rostro amable tras el que se oculta el siniestro fontanero al que da vida una otoñal pero todavía rotundo Broderick Crawford. Y mientras es simultáneamente utilizado por Powell para sus
Alrededor del bufón, del mago, capaz de decir la verdad (o al menos una verdad) y de hacer creer cualquier cosa, elemento ajeno, dinamizador/dinamitador, espejo que devuelve un reflejo tan real que es demasiado real, Wincer mantiene una jugosa ambigüedad que con un pie en el fantastique y otro el espionaje esquinado. Dando con la mano izquierda muestras del dominio de ciertos poderes (la escena en la que él y el niño hacen estallar la luna de un coche solo concentrándose y provocando un ultrasonido) y desdiciéndolos con la derecha (durante el enfrentamiento final un contraplano tomado de una cámara de seguridad desmiente el punto de vista alterado de Hemmings, que en ese momento ve a Powell levitando y lanzando rayos por la boca), pero siempre atento a dejar un detalle inquietante como esa mancha en el suelo de
Alargada en exceso y con una resolución más efectista que otra cosa, ahora psyco-thriller, ahora melodrama con resabios fantástico y luego pantomima terrorífica, claveteada de secuencias a recordar (la entrada en la casa final con ese escalofriante disfraz, la conversación al borde del acantilado, …), estupendamente interpretada, siempre extraña, siempre ambigua, valiosa, principalmente por su inteligente discurso sobre la mentira, las formas, el (auto)engaño, la sugestión y la manipulación en una escala que admite múltiples tonos, símbolos y referentes, algunos chirriantes, otros armoniosos, siempre digno de ser descubiertos.