Esa afición por coleccionar, también en los viajes

Por Mundoturistico

Cuando era pequeña, pasé por varias épocas de aficiones que me tomaba muy en serio. Primero fue el fútbol, luego el cine… y luego llegó la fiesta. Ahí tuve un parón de unos cuantos años en los que me dedicaba a hacer amigos, salir hasta altas horas de la noche y chatear en el Messenger. Y luego… llegaron los viajes. En la primera etapa coleccioné cromos; abrir aquel sobre era la sensación más placentera del día, pura emoción, y aún lo recuerdo con nostalgia. Después coleccioné entradas de cine y todavía recuerdo aquella angustiosa decepción cuando descubrí que con el paso del tiempo, la tinta se borraba y me dejaba sin el que por entonces era mi más preciado bien. En la época de fiesta supongo que coleccioné “genocidios de neuronas”, como me gustaba llamarlo por entonces; fue sin duda una de las aficiones más banales que tuve, aunque me divertí, viví grandes momentos e hice grandes amigos.

Esta introducción viene a cuento para hablar de mi actual “mayor afición”: los viajes, por la cual creé este blog hace ya cinco años. Era imposible no coleccionar algo también en este momento, a pesar de contar con algunos años más. Eso aún cuando en el periodo de fiesta, tuve también un periodo digamos bastante cañero políticamente, en el que desarrollé ideas como la de no acumular cosas (creyendo que así era más libre) o consumir cuanto menos mejor, ya que considero que es la forma más responsable de relacionarme con el medio en el que vivo. Aunque por supuesto no estoy libre de culpa y seguramente no lleve a cabo siempre estas reglas; de hecho, para eso estoy aquí, para contar, que aún hoy colecciono, acumulo y consumo souvenirs de viaje. En mi caso, tazas.

En este punto, voy a tirar de cita para intentar aclarar mi postura. Es de la película ‘El club de la lucha’:

Solo cuando perdemos todo, somos libres de hacer lo que queramos”.

Pero aún por encima de esa forma de vida –o intento de ello- he acabado por coleccionar también algo en mis viajes. Es difícil superar la tentación de llevarte algo de aquellas ciudades que visitas; porque quieres un recuerdo, porque las tiendas de souvenirs llaman a la curiosidad, porque le tienes que llevar algo de recuerdo a tu gente o porque ya parece que es como lo que se espera del turista. La cuestión es que no se bien por qué, pero es difícil no coleccionar.

No recuerdo cuando me compré el primer imán; si fui yo o fue un regalo; si fue intencionado que ahora estos souvenirs tan socorridos pueblen nuestra nevera. Pero la verdad es que lejos de quejarme de ello, yo le doy gracias al imán. Le doy gracias porque es fácil de comprar, normalmente hay muchos donde elegir y a todo el mundo le suele valer, así que para aquellos que no disfrutamos comprando, es un súper invento. Incluso quedan monos en la nevera, claro que sí; mucho colorido. Coleccionar imanes es como apoyar al equipo ganador, pero ¡qué bien sienta celebrar cada victoria!

No obstante, el imán no era, de serlo alguno, el objeto que yo coleccionaría en mis viajes. Es más decoración que otra cosa y estas cosas manuales y muy propias de gente “apañada” no van conmigo. Así que elegí (o como digo, no lo elegí, pero acabó siendo así) coleccionar tazas. Este objeto tenía más sentido para mí porque resulta útil y porque pocas cosas me gustan más en la vida que una buena leche con galletas. Así que puestos a elegir, ¿por qué no una taza en la que tomar mi desayuno y acordarme de aquel viaje tan genial?

No las compro siempre, ni las busco, pero colecciono tazas. No puedo decir otra cosa cuando ya apenas me queda espacio para más en el armario. No aún cuando la gran mayoría me las regala mi madre –y pueden llegar a ser varias por viaje- que últimamente no para de viajar y es madre con mayúsculas en todos los sentidos. Porque cuando ahora veo una taza bonita soy incapaz de no comprarla y eso que no me gusta sumar peso en la maleta… y menos por un auto-regalo. Porque sufro si alguna se rompe y ¡qué casualidad; cuando sucede siempre es mi favorita! Porque cada cierto tiempo abro el armario y las miro y disfruto con esa bonita estampa de ciudades y colorido, que nació y se reprodujo. Porque, ¡qué diablos!, soy sincera: al final, les he cogido cariño. Y porque al final nuestras pertenencias, aunque no deberían ser tantas que ni siquiera tengamos tiempo para disfrutarlas, son también parte de nosotros mismos. Parte del viaje.

Y acabaré este post hablándoos de algunas de ellas, las protagonistas. Casos que serán paradigmáticos del propio fenómeno de coleccionar; sintomáticos de las aficiones por norma general.

El recuerdo que no quieres utilizar de tanto que te gusta

El primer ejemplo es el de aquella adquisición tan bonita, tan querida, tan única, tan valorada, que no quieres ni usarla. En el caso de una taza, piensas que en el uso diario, podrá desgastarse, perder su valor y no quieres, aunque en el fondo te encantaría, hacerla perder su mejor versión: aquel momento en que la compraste y pensaste: ¡Qué bonita eres! Quiero que seas para siempre…

En mi caso, el ejemplo es una taza comprada en Lisboa y que tiene a Fernando Pessoa como protagonista. Tiene un material de primera y no la uso por temor a romperla. ¡Mirad que bonita es!

El recuerdo que duele

Pero pocas son para siempre. Como diría Woody Allen, lo único seguro en esta vida son la muerte y los impuestos. Y a veces sucede que esos preciados bienes, que a uno tanto le gustan y cuida con ahínco, mueren. En el caso de las tazas, se caen al suelo y se rompen.

Así sucedió con una de mis tazas favoritas, un bonito regalo que me trajo mi madre de París, que una persona cercana utilizó y rompió. Sin acritud. No te das cuenta de lo que quieres algo hasta que desaparece, dicen, ¿no? Pues quizás esta fue la prueba más clara de mi amor por las tazas. Sin duda, lo fue.

Ahora solo me queda su recuerdo. Os la enseño, mirad que bonita era:

El recuerdo favorito

El coleccionador, por el tipo de afición que es, suele ser clasificador. Por ello, conoce bien su colección y sus objetos. Y entre todos ellos, suele haber un favorito. Y segundo, tercero… Le tienes especial cariño y utilizarlo es una actividad de lo más placentera, aunque como ya hemos dicho, en algunos casos llegue al extremo de tenerlo guardado; sin usar.

Mi favorita era la taza que se rompió, de París. Pero tengo otra. Es de Nueva York y me gusta, como la anterior, porque no es la típica que te encuentras en una tienda de souvenirs. La compré en un Starbucks y aunque estos establecimientos están también en España, con saber que es de Nueva York, me basta.

El recuerdo que te saca una sonrisa

No todos los viajes son igual de geniales. Cada uno suele tener unas características que otro no tiene; y viceversa. Por eso, el recuerdo que te saca una sonrisa no serán todos. Será ese recuerdo de aquella ciudad tan genial; o de la compañía que tuviste; o de lo bien que te lo pasaste; o del momento de la compra.

A mí la taza de viaje a San Petersburgo me produce ese sentimiento. Esa leve sonrisa cuando desayuno. Y siempre pienso que es una buena forma de empezar el día.

El recuerdo feo

A veces parece que como coleccionas algo, si te traen ese souvenir de recuerdo, te va a molar seguro. Sea feo o incluso ni siquiera parezca propio de la zona que se ha visitado. Se trata del “recuerdo feo”, ese que cuando te dan, hace que sueltes un gracias sin pensar o que intentes evitar que la expresión de tus ojos diga lo que estás pensando. Yo creo que responde también a esa “necesidad” de regalar cuando se viaja o de comprar, así a secas. Aunque su función la cumplen también y puedo desayunar en ellas. Así que no todo es tan horrible

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