Sin embargo, dentro de su vida organizada y saludable, existía una contrariedad: su pelo. Esa mujer tenía el diablo en el pelo. Ella estaba convencida de eso, pero nadie le creía.
Era largo y muy rojo. Demasiado rojo. Nadie le creía que fuera natural tampoco, pero era. Era tan rojo que tenía reflejos morados a la sombra y brillaba como cobre batido al sol. Indisciplinado, enrulado y abundante, parecía tener vida propia. Es más, ella decía que estaba vivo. Obviamente, tampoco daban crédito a eso.
Ella vivía en lucha con su pelo. Lo aseguraba con broches, cintas y ondulines; lo trenzaba apretado, lo mantenía prisionero. Gastaba enormes cantidades de dinero en productos que prometían un mejor volumen, menos frizz, más control; y su colección de sombreros superaba a la del Sombrerero Loco por varios dígitos.
Todo en vano: ni cortarlo podía, aunque lo intentaba cada cuarto menguante. Por suerte, nunca faltaban peluqueras. Alguna lograría lo imposible, no se iba a dar por vencida; alguna lograría dominar al demonio.
Mientras tanto, evitaba los espejos y visitaba a su psicóloga dos veces por semana, e intentaba convencerse de que no estaba loca, solo ‘mentalmente divergente’. Pero ella sabía que era verdad: tenía el diablo en el pelo.
Lo probaba la serie de tumbas poco profundas que abonaban el rosal sevillano del jardín de atrás. Por suerte, nunca faltaban peluqueras.
EriSada