El mundo que gira y se transforma a nuestro alrededor conserva solo alguna pálida huella del que fue nuestro mundo. Lo amábamos no porque lo encontrásemos bello o justo sino porque en él invertíamos nuestras fuerzas, nuestra vida, nuestra sorpresa. Lo que hoy tenemos ante los ojos no nos sorprende, o nos sorprende muy poco, pero se nos escapa y nos resulta indescifrable: solo conseguimos comprender las pocas y pálidas huellas de cuanto ha sido. Desearíamos que esas pálidas huellas no desapareciesen, para poder reconocer aún en el presente algo que ha sido nuestro, pero sentimos que dentro de poco quizá no tendremos ni fuerza ni voz para expresar este deseo, tal vez muy pueril e ingenuo.
Salvo esas tenues huellas, el presente nos resulta sombrío, y no sabemos cómo acostumbrarnos a semejante oscuridad, nos preguntamos qué clase de vida será la nuestra, si conseguiremos algún día habituar los ojos a tantas tinieblas, nos preguntamos si no acabaremos siendo, en años futuros, como un hato de ratones enloquecidos entre las paredes de un pozo.
Nos preguntamos de manera continua cómo pasaremos el tiempo en nuestra vejez. Nos preguntamos si seguiremos haciendo lo que habíamos hecho de jóvenes, si por ejemplo continuaremos escribiendo libros. Nos preguntamos qué clase de libros conseguiremos escribir, en nuestra ciega correría de ratones, o más tarde, cuando hayamos caído en la inmovilidad de la piedra. Durante la juventud nos habían hablado de la sabiduría y de la serenidad de los viejos. Nosotros, sin embargo, sentimos que no llegaremos a ser ni sabios ni serenos, además, nunca hemos amado la serenidad y la sabiduría, y en cambio siempre hemos amado la sed y la fiebre, las búsquedas inquietas y los errores. Pero dentro de poco también quedarán descartados los errores porque, como el presente nos resulta incomprensible, nuestros errores estarán relacionados con aquellas pálidas huellas que ahora están a punto de desaparecer; nuestros errores en el mundo de hoy serán como señales sobre la arena o ruidos de ratas que corren en la noche.
El mundo que tenemos delante y que nos parece inhabitable, será sin embargo habitado y quizá amado por algunas de las personas a las que amamos. El hecho de que este mundo esté destinado a nuestros hijos, y a los hijos de nuestros hijos, no nos ayuda a comprenderlo mejor, sino que, por el contrario, aumenta nuestra confusión. Porque el modo en que nuestros hijos consiguen habitarlo y descifrarlo nos resulta oscuro; por otra parte ellos están acostumbrados desde la infancia a decirnos abiertamente que no hemos entendido nada. Por eso nuestro comportamiento ante nuestros hijos es humilde y a veces incluso ruin.
Nos sentimos ante ellos como niños en presencia de adultos, cuando en realidad estamos absortos en nuestro lentísimo proceso de envejecimiento. Cualquier gesto que realizan nuestros hijos nos parece fruto de una gran sagacidad y pertinencia, nos parece lo que siempre habíamos querido hacer nosotros y que quién sabe por qué nunca hicimos. Nosotros, por nuestra parte, no conseguimos realizar un solo gesto que influya en el presente, porque cualquiera de nuestros gestos se precipita de manera mecánica en el pasado.
Así medimos las inmensas distancias que nos separan del presente, vemos cómo habríamos perdido los lazos con el presente si no estuviésemos aún enredados en las tramas intrincadas y dolorosas del amor. Y todavía nos asombra una cosa, ahora que cada vez nos cuesta más que nos mueva el asombro, ver cómo nuestros hijos consiguen vivir y descifrar el presente, y nosotros aquí, aun concentrados en pronunciar las palabras límpidas y claras que nos fascinaron en la juventud.
Natalia Ginzburg
Las tareas de casa y otros ensayos
Traducción: Flavia Company y Mercedes Corral
Editorial Lumen
Foto: Natalia Ginzburg