Después del velatorio, los amigos de Billy Ray, que en 1958, con 93 años, era el último boxeador sin guantes en Nueva York, iban a beber a comienzos del siglo XX a una taberna en el Bowery, entre Chinatown y Little Italy. Llevaban al muerto. Cuando se retiraban y el mozo preguntaba quién pagaría la cuenta, todos señalaban al amigo fallecido, que seguía allí sentado, sin chances de escapar corriendo. Ganador de 130 en 150 combates, casado siete veces, Billy Ray es uno de los tantos personajes de los que habla el periodista y escritor estadounidense Gay Talese, acaso una de las plumas más elegantes que haya pasado por la prensa deportiva. Sus crónicas más celebradas retratan a ídolos como Joe Louis y Muhammad Alí, aunque, si le dan a elegir, Talese prefiere tal vez sus artículos sobre Floyd Patterson y Joe DiMaggio. Leyendo a Irwin Shaw, Talese aprendió de football americano. Carson McCullers le enseñó hípica. Y Francis Scott Fitzgerald golf. En realidad, los novelistas estadounidenses más importantes de su época, más que las secciones de los diarios y las revistas, ayudaron a Talese para escribir de deportes. El deporte, en rigor, le sirvió de hermosa excusa para escribir acerca de la vida.
"Siento permanente fascinación por los deportes como símbolo de la necesidad humana de éxito y siento respeto por los deportistas, pues asumen riesgos que a menudo no alcanzan sus expectativas. Todo deportista que ha escuchado los vítores en un estadio ha sufrido también los abucheos y la furia que expresan la decepción y desaprobación de los espectadores."
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Y Talese aprendió de Shaw que "escribir es un deporte de contacto intelectual", con "un esfuerzo que puede ser agotador" y no "llegar a la meta", pero que aún así deja "una especial satisfacción en el juego". Talese jugó al periodismo deportivo saliendo de las reglas. Haciendo de cada artículo una deliciosa historia. Hablara de Alí o de un anónimo abonado a la derrota. Rosenwald revela que sus relatos eran tan atractivos y originales que algunos colegas creían que Talese inventaba hechos. Sus entrevistados, en realidad, solían abrirle sus corazones. "Soy educado, quiero escuchar", contaba Talese. "Lo que hacía -cuenta Rosenwald- era simplemente mirar donde los demás no miraban: en los rincones, en las sombras."
Sólo así Floyd Patterson le confesó que, humillado tras caer por nocaut en el primer round ante Sonny Liston, en 1962, viajó en coche de Chicago a Nueva York disfrazado con una barba "beatnik" que le costó 65 dólares, bigote grueso, gafas oscuras y sombrero inclinado. El nocaut, le contó Patterson, aturde, pero los primeros cuatro o cinco segundos produce la sensación de flotar en una nube agradable, antes de caer en un dolor más confuso que físico, en una mezcla de rabia y de vergüenza. Patterson, que de niño creció creyendo que Jesús sólo podía ser blanco y que cayó a un reformatorio después de que lo detuvieron robando vestidos que quería regalar a su madre, fue tema favorito de Talese por cierta fama de perdedor. Lo siguió en giras con "periodistas que hacen las preguntas de siempre y obtienen las respuestas de siempre". Y cuando Talese le preguntó, tras una mala pelea, por qué seguía boxeando si carecía de odio para golpear al rival, Patterson le respondió: "¿Por qué escribes? ¿Te retiras de la escritura cada vez que escribes una mala historia?". ¿Para qué seguir sacrificándose con entrenamientos y privaciones?, insistió Talese. "No te das cuenta de dónde vengo. No comprendes dónde estaba cuando empecé", respondió Patterson. Talese salteaba las reglas porque las conocía como nadie. Lo demuestran los inicios impecables de sus crónicas, ese primer párrafo que decide al lector si seguir o abandonar. "Había una vez un púgil siciliano de ojos azules, tatuado y rubicundo, llamado Martin Sinatra, el cual, deseando incrementar sus oportunidades de empleo en los Estados Unidos en un momento en que no había ninguna ventaja apreciable en tener un apellido italiano (excepto en la mafia), se presentó en el cuadrilátero como Marty O'Brien." Así comienza "El hijo del púgil", publicado por The New York Times en 1998. Martin Sinatra era el padre de Frank Sinatra.
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Su crónica describió como ninguna otra la vida en retiro de Louis, quien hace negocios hasta con la Cuba comunista y le dice que "Fidel Castro es muchísimo mejor para el pueblo cubano que la United Fruit Company". Treinta y cuatro años después, el otro mítico rey de los pesos pesados y Cuba vuelven a compartir historia ("Alí en La Habana" Esquire, 1996). El momento en el que un Alí ya sin habla por el Parkinson enseña sus trucos de magia a Fidel es formidable, lo mismo que cuando el ex campeón se duerme ante los ojos del líder cubano, ya agotado de una reunión interminable y no muy bien provista. Esa crónica, luego premiada, casi no tuvo medio que se animara a publicarla. Lo mismo que cuando Talese, autor también de libros sobre mafia, periodismo y sexo, sugirió viajar a China para ver cómo había sido recibida en Pekín una selección derrotada por Estados Unidos en la final del Mundial de fútbol femenino de 1999. "Los vestuarios de los perdedores -intentó convencer a su editor- enseñan mucho."
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…Talese brilla al contar el momento en que DiMaggio, ya retirado, anota un home run en un partido homenaje. Y "entonces -escribe- miles de personas se pusieron de pie de un salto, como locos, gritando de alegría: el gran DiMaggio había vuelto; volvían a ser jóvenes; era ayer".
“Soy educado, quiero escuchar”
EZEQUIEL FERNÁNDEZ MOORES
(la nación, 31.07.13)