El abuso de poder dentro de la Iglesia, lamentablemente, no es un fenómeno nuevo, pero cada vez que se hace visible, genera desconcierto y dolor en los fieles. Casos como el de los Legionarios de Cristo, Karadima en Chile, o el Sodalicio en Perú, son ejemplos de cómo personas que deberían haber sido guías espirituales terminaron utilizando su influencia para manipular, abusar y destruir la confianza de muchos. Estos escándalos no solo dañan a las víctimas, sino que afectan profundamente la credibilidad de la Iglesia y provocan una crisis de fe en quienes confiaban en sus líderes religiosos.
Cuando nos enfrentamos a estas realidades, surge una pregunta natural: ¿Dónde está Dios en medio de todo esto? ¿Por qué permite que quienes deberían ser ejemplos de amor y servicio caigan en el abuso y el engaño? La tentación de juzgar y buscar respuestas inmediatas es fuerte. Sin embargo, en el misterio de Dios, no siempre encontramos las respuestas que esperamos, y su forma de actuar dista mucho de la justicia humana.
Dios, como nos enseña Jesús, no impone su voluntad con fuerza ni destruye a quienes han caído en el mal. En lugar de usar su poder para acabar con los culpables, su respuesta es siempre desde el amor y la paciencia. Jesús mismo enfrentó la injusticia y la maldad sin recurrir a la violencia, siendo condenado injustamente y cargando una cruz que no merecía. En lugar de destruir a sus opresores, ofreció el perdón. Esto puede parecer desconcertante, pero en esa aparente debilidad se revela la verdadera fuerza de Dios: la capacidad de transformar el mal con el bien.
Casos como los de Marcial Maciel (fundador de los Legionarios de Cristo), Fernando Karadima, o de Luis Fernando Figari en el Sodalicio, nos obligan a reflexionar no solo sobre el abuso de poder, sino también sobre cómo Dios actúa frente a estos crímenes. Si bien la justicia humana, a través de tribunales e investigaciones, busca condenar estos actos, la justicia divina opera de manera diferente. Dios no deja impune el mal, pero tampoco lo aplasta de inmediato. Su plan es uno de redención, no de destrucción.
Estos escándalos nos invitan a un enfoque pedagógico y espiritual: aprender de los errores, identificar el abuso de poder y trabajar para que nunca más se repitan estas situaciones dentro de la Iglesia. No estamos llamados a juzgar a las personas, pero sí a crear conciencia, a exigir transparencia y a formar comunidades más sanas y comprometidas con los valores del Evangelio. Esto implica reconocer que el poder no debe ser un medio para someter, sino para servir, y que la Iglesia debe ser, ante todo, un refugio seguro para todos.
Dios, en su infinita paciencia, nos llama a no perder la esperanza ni la fe, incluso en medio de estas crisis. Nos invita a ser testigos de un amor que no busca imponer su fuerza, sino transformar los corazones. Si bien es doloroso ver cómo algunos líderes religiosos han traicionado su misión, también es una oportunidad para recordar que la Iglesia es más grande que sus fallos humanos. Dios sigue actuando, a veces en silencio, pero siempre ofreciendo la posibilidad de la conversión y la sanación, tanto para las víctimas como para los victimarios.
Este tiempo de reflexión nos ofrece la oportunidad de aprender del pasado, de exigir justicia y reparación para las víctimas, y de trabajar en una Iglesia más humilde y transparente, que refleje el verdadero mensaje de Cristo: un mensaje de servicio, amor y sacrificio por los demás.