Escapando de la ciudad fantasmal.

Por Daniel Paniagua Díez

Escapando de la ciudad fantasmal


Solo en la estación de autobuses, completamente solo.

Salí de casa y la ciudad estaba como ida, abandonada; los menesterosos de la plaza de las palomas se refugiaban bajo grandes cartones de la humedad imperante, suerte que no está helando, y este yo caminaba presuroso hacia la estación con la mascarilla en el mentón; no me fueran a poner un multón.

Y cuando llegué ¡no había un alma allí! Todo el mundo se había ido, ¿a dónde? La niebla cerrada, sin sol pasé el río, sin luz andan las gentes y rugen los ríos. Los autocares parados, como abandonados, la amenaza fantasma les había ganado, vencido; mis compañeros del transporte de mercancias y personas, acogotados. Estaba solo y me quedaba un cigarrillo, ¿qué hacer? ¿Podré realizar este viaje? El último viaje, ¿o me quedaré aquí, atrapado? Atrapado y solo, en la ciudad fantasmal de gentes enmascaradas, con policías patruyando incansables a la busca de personas sanas.

La estación vacía, ni un alma viva a la vista. ¿Podré marcharme? Se agotó el cigarrillo, se nos ha ido la risa como por ensalmo, difuminada en el humo del tabaco. ¿Esto termina así?

Una chica rubia, tipazo impresionante, se acerca a paso firme, casi marcial, y me pregunta: ¿está usted esperando? ¿tiene billete? Sí, respondo, a la primera pregunta, no a la segunda. ¿Por qué? Ya un pelín angustiado.

Es que hay que reservar billete de viaje con antelación, telemáticamente.

Pues no tenía ni idea. (Su mirada glacial y prodigiosa me ha transportado directamente con los ancianos pastores de la Edad de Bronce) ¿Nos tenemos que ir, entonces? Inquiero, como si no hace la cosa, que no se me note el tembleque en la mano izquierda.

No, mejor quédese, yo tengo mi billete reservado. Y me muestra su teléfono último modelo, ¿5 G? O 6, algo así. Y es como si de su pantalla me llegase una luz primordial, que me conduce a un estado supranatural, ¡estoy teniendo una epifanía! Podré salir de la ciudad fantasmal cuando consiga adquirir un aparato telemático (800 euracos del ala, ¡y eso qué es para un obrero!) y con ese cacharro prodigioso podré gestionar mi tránsito al MAS PA´ALLÁ. ¡Guau! Vaya peso me ha quitado de encima este guayabo teñido de rubia platino.

Me lo pilla al vuelo, ¡vaya jata!, me sonríe: ya soy uno más de sus corderos para llevar al matadero, tendrá un buen rebaño, de seguro; y como a una orden suya aparece por la puerta el conductor del autocar balsámico. Abre la puerta, se inclina galante ante el paso de la triunfante con su pantalla reluctante, y me sonríe a media cara. Sube despacio ese culazo impresionante y estos dos jambos atentos a la jugada pues de soslayo le suelta al practicante: Déjele subir, al pobre, es el último hombre que pagará con dinero metálico.

¿Es usted peregrino? Me pregunta pleno de conmiseración el buen conductor, de rebaños en las majadas antes de meterse a esto del transporte humano.

Soy un viejo peregrino, afirmativo, 5 - 5 . (Supongo que me lo pregunta por el bordón tallado)

¿Y a dónde va? Sí, puede usted subir con el palo al bus.

A San Miguel, voy a San Miguel del Camino.

Pues está todo cerrado, ¿qué piensa hacer allí?

¿Nunca escuchó decir: Con San Miguel al Cielo? Es cuestión de llevar buena compañía.

Sonríe el buen hombre por la broma. Son 1,15 euritos, suerte, y que encuentre allí un arcángel que le guíe por el páramo. Y me guiña un ojo.

Preferiríamos, verdad, a la rubia del teléfono; y le guiño yo el otro. Arranca, que vamos con retraso.


(No pude evitar mi pasado ferroviario con esa salida extemporánea, pero no se lo tomó a mal el hombre. En ocasiones me he preguntado si algo ¿telemático?, nos impide discurrir y escribir, emitir información personal al cosmos amorfo. La respuesta la ha estado usted leyendo, ahora es su turno. Yo me tengo que ir, ¿acaso hay algo que nos lo impida?)


Daniel Paniagua Díez