CAFÉ
Me preparo una taza de café varias veces al día. No hay un motivo para hacerlo, pero tampoco existe prescripción médica que me invite a evitar la cafeína en cualquiera de sus manifestaciones. Tomar café me relaja, pese a todo.
Sumergirme en una lectura sujeto a una taza me permite elevar a los altares del goce supremo mi momento literario. Puede que la historia no merezca la pena, pero el café hará de antídoto: descansaré la novela sin gloria sobre mis rodillas y me limitaré a sorber y a contemplar el paso procesional de mis pensares. Si estoy en un bar, buscaré entretenimiento en actos ajenos, en las caras que observo, en las conversaciones que escucho, en los escotes que desfilan por la pasarela de mi erotismo o en el exterior que avisto desde ese observatorio en el que se han convertido mi mesa y la silla que ocupo.
Tomar café mientras escucho música, tomarlo mientras trabajo, mientras escribo, mientras veo la tele, mientras hablo por teléfono, mientras charlo contigo, con ella o con él, mientras miento de verdad y mientras le encuentro una excusa a mi inconstancia para escribir escudándome en la coletilla que temo convertir en universal que reza que no puedo hacerlo más (escribir) porque soy un yonqui de las letras, mientras me confieso en retórica soledad, mientras miro por la ventana y cuento los trenes que atraviesan la ciudad cargados de pasajeros o de mercancías, mientras sueño con declarar todos los amores y desertar de todas las guerras, mientras le pido un préstamo sin interés a la felicidad, mientras consigo una orden de alejamiento a mi mala suerte, mientras repaso los lugares acordados, mientras admito que muchas distancias no conducen a ninguna parte si no es a tu lado, unas veces, o para buscarte, otras, mientras inmortalizo instantes con mi punto de mirada, mientras le hago un traje de letras a mis domingos, mientras parto a recuperar mi otra mitad oculta entre las piedras del camino, mientras me atrinchero en esta cafetería y apuro el último sorbo para pedirle a la camarera otro café.
LAS BICICLETAS SON PARA ESTE VERANO
Cada vez que veo una bicicleta apoyada sobre las ilusiones de un niño, pedaleo hasta mi infancia. Me acuerdo de la bici nueva que nunca tuve. Ser el mediano de tres hermanos te convierte en heredero universal y único de todo aquello que a tu hermano mayor le queda pequeño e inservible. Así que la bicicleta suya acabó siendo mía. Claro que llegó en un lamentable estado. Bien, quizá aquella BH llegara a mí en condiciones óptimas, lo lamentoso fue que no nos habíamos estrenado juntos, que no abandonó el escaparate para venirse conmigo y alcanzar, de paseo, las primeras metas volantes. Que al no ser nueva, al no estrenarla yo, la alegría era efímera, como el pan de los pobres. Sólo los primeros momentos, cuando el manillar templado y la palanca de los frenos enfriaba la palma de mi mano, disfrutaba realmente de la adquisición. Después, al ver que la B se había encogido, que a la H se le descascarillaba la pintura y que necesitaba más el pie para frenar que la palanca que tenía al alcance de mis dedos, me daba de bruces contra el sino de mi realidad: para qué una bici nueva si la de tu hermano está impecable, decía mi madre. Para qué una bici nueva, como dice tu madre, si la de tu hermano está como si nueva, remataba mi padre.
El verano acababa de aterrizar en la Vega granadina. Ese día reestrenaba las dos ruedas y, como dije un poco más arriba, los primeros momentos fueron de satisfacción, de nervios, de ganas infinitas por deslizarme cuesta abajo notando el viento de la ilusión en mi cara, con los ojos entornados por la emoción y la aceleración y con las manos sujetas al manillar, desplegando mecánicamente los dedos y rozando, para saber que seguía ahí, la palanca de frenada. Pero no avancé mucho; al poco de iniciar el descenso, la bicicleta se partió por la mitad como un melón maduro. Hizo ruido el hierro contra el suelo, hicieron ruido mis huesos contra el asfalto. Me levanté asustado, con una porción de bici en cada mano, mirando en derredor sin mover la cabeza, preguntándome quién vendría a auxiliarme, preguntándome quién habría sido testigo de mi ridícula puesta en escena.
Al final todo quedó en un susto. No hubo huesos rotos y poca gente contempló mi velocidad de crucero a bordo de un artilugio no apto para niños abonados al préstamo.
A los pocos días heredé un balón que explotó en mis manos, meses más tarde, un futbolín con un portero en fuera de juego, una máquina de escribir mellada, una radio que emitía en silencio y un tocadiscos con la canción de este verano...
DE RATONES Y ABUELA
Mi abuela amaba los gatos. Los tenía en casa a pares, como un ejército aliado listo para la lucha contra lo que más odiaba en la vida: ver pasar por delante de la chimenea un ratón. Un animalito de campo. Un roedor de ésos que ni muerden, ni se meriendan a las viejas que les temen, ni atemorizan a gigantes elefantinos. Ratoncitos grises, diminutos siempre. Animales inofensivos que los artistas callejeros dibujan con carboncillo, fauna roedora que escritores como Sam Savage retratan y dotan de protagonismo en su obra literaria. Ratones sonrientes, siempre prestos a no hacer otra cosa que pasear, visitar las infancias desdentadas y comer de todo menos queso.
Así que la familia de ese ratón se paseaba de día y de noche, al amanecer y cuando declinaba el día por delante de la chimenea que gobernaba la gran cocina. Daba igual el número de gente congregada al calor del hogar, el ratón uno, el ratón dos, y así sucesivamente… una familia entera, siempre en orden marcial. Se acercaban buscando el calor de la leña y los trocitos de madera que eran indultados por las llamas. Nunca supe qué hacían con esas ramitas, nunca. Porque si hubiera sido una paloma, o un pájaro, o cualquier ave, sí… pero un ratón no hace un nido como si se tratara de un pajarillo, decía también mi abuela. El calor aletarga. Más el provocado por la madera que arde. El mismo que nos sumía en un duermevela infinito. Los sueños, incluso, nos visitaban prolongando nuestra estancia. Era entonces, y así entonces lo creía, cuando el ratón y su familia que empezaron morando este relato, se paseaban impunes por delante de nuestras narices en general y por las de mi abuela, en ofensa particular. Nuestros cuerpos no reaccionaban. Y mi abuela no acertaba a atizarle con las tenazas cuando abría los ojos y se encontraba a Pérez robándole la tranquilidad coronaria. Conocían nuestras pautas y distracciones, y se aprovechaban.
Desde aquel entonces también amo los gatos, aunque vivo sin chimenea, y mis dientes caídos dejaron de ser un reclamo para visitadores impasibles...
PRIMER CAFÉ
Cuando tenía catorce años escuché cómo un profesor aconsejaba a mi madre. Hacía referencia a mí, a mi entonces presente quebradizo y a mi frágil futuro en el mundo de los estudios. Le pedía que no me matriculase para cursar bachillerato. Que Mario no era una apuesta universitaria, o algo así. Que lo mejor, visto lo visto y suspendido lo suspendido, era cursar algún módulo, o probar alguna cosa que no pasara por matricularme en el instituto.
Me hice el despistado, que dicho y escrito sea de paso, no me costó nada, y les hice ver que no me había enterado de su conversación.
Al salir del colegio y dejar atrás a ese profesor y sus intenciones, fuimos a tomar algo a un bar próximo: café e ibuprofeno para mi madre y su cabeza y un refresco para su hijo aspirante a díscolo e iletrado. Le insistí con el tema “cafeinado” y mi suficiente edad para enfrentarme a una taza. Que deseaba hacer lo que ella; leer sin parar y tomar cafés a casi todas horas. Pero mantenía el semblante serio, la mirada preocupada y parecía no prestarme atención. Ahora me pregunto si no intentaba interpretar mi porvenir en el abisal fondo de la taza.
Diluyó un terrón de azúcar pinzándolo con los dedos sin depositarlo hasta notar como el color pasaba del níveo al marrón. Al poco rato alzó la vista para preguntarme qué quería hacer con mi vida, los estudios y ese futuro que esperaba indicaciones para las maniobras de aproximación. Le contesté que quería lo mismo que ella: matricularme en el instituto. Haría acopio de fuerzas para llegar hasta el final y salir bien parado. Que durante mis horas de estudios me limitaría a estudiar. Que dejaría de mirar por la ventana y cazar aves con la vista, de entretenerme con los vuelos acrobáticos de una mosca, con el sonido de la lluvia sobre las tejas, con la sigilosa peregrinación de los gatos a los contenedores, con la danza de los árboles mecidos por los vientos de la distracción, con el arrullo de las palomas en celo y esos cortejos amatorios, con el sonido del mundo y la visión de la naturaleza, en definitiva.
Mi madre se me quedó mirando. No daba crédito a lo que acababa de salir por mi boca. Boca cuyos labios no se habían refrescado aún. Le prometí, mientras la voz de aquel profesor seguía resonando en mi interior, que lo decía de veras, que lo haría por ella. Tengo la imagen de aquel momento enquistada en mi memoria; mi madre llevándose la taza al cielo del placer y dibujando negaciones con la cabeza. No. No lo haría por ella, ni por nadie, que sería capaz de intentarlo sólo por mí, quiso dejar claro.
Mientras me concienciaba sobre lo que acababa de prometer y empezaba a despedirme de moscas y sus vuelos, de palomas en celo, de árboles acariciados por los vientos, de gatos paseadores de cornisas y del sonido de la lluvia sobre el tejado, escuché cómo mi madre se dirigía al camarero:
-Póngale un café al niño, por favor.
ORGULLO
Decidieron amarse con orgullo. Para lograrlo tuvieron que emigrar lejos de sus orígenes. Primero fueron turistas, después, visitadores habituales de sitios acordados y, por último, decidieron afincar su confianza amatoria en la otra punta de su mundo.
El domingo por la mañana, entre piedras, rincones decorados de cara al veraneante, cafés y paseos, los descubrí y me descubrieron. El más alto me pidió si podía hacerles una foto tranquila. Les hice varias y les robé una. El más alto me preguntó si conocía algún bar que sirviera buen café. Le contesté que sí, que les mostraría dónde.
Abandonaron su descanso de caricias y descendimos por la cuesta de los alemanes. Sólo hablaba uno así que intuí que solo él conocía mi idioma, y ese uno, delante del bar, me insistió para que aceptase acompañarlos.
Entramos en la cafetería del buen café y ocupamos una mesa al fondo del local, junto al ventanuco mal ajustado desde el que contemplamos la ciudad y su mediodía, las aves bajo los efectos de la primavera, y sus escarceos, los turistas accidentales armados con cámaras de fotos de generación “ultísima” y los peregrinos de caminos y bendiciones. El único que tenía voz dijo, sin dejar de mirar el exterior, que amaba aquellos lugares en los que el amor no fuera perseguido. Llevándome la taza a los labios, justo antes de posarla en dirección al cielo de mi boca, susurré que yo amaba los lugares en los que perseguir el amor no constituyera delito ni pena.
El otro, que aún no se había manifestado, miró al de la voz cantante, al portavoz de su relación y le pidió traducción.
Al conocer la respuesta, sin dejar de sonreír, observándome, comentó algo.
El que desde el principio llevaba la voz cantante, me tradujo que jugábamos, entonces, el mismo partido.-Por supuesto, aseveré, pero en equipos diferentes.
Los tres, en ese momento, comenzamos a reír en el mismo idioma.
DE PERSONAS Y GATOS
Trabaja en la cafetería de un centro de formación sindical. A escondidas de sus jefes, ofrece alimento y amparo a una gata primeriza que amamanta a sus dos crías.
Por la mañana, cuando el sol estival aún no castiga la ciudad de Madrid, visita a su protegida. Le deja una bandeja con algo de jamón, también alimento para gatas lactantes, y le cambia la cuna a sus dos pequeños. Si no están enganchados a la madre, los sostiene entre las manos y arrima a su cara, besa sus narices templadas, pasa los dedos por la comisura de la boca y limpia restos de leche, les susurra cariños y mimos y los devuelve con ella que contempla la escena sin cambiar de postura.
Tras su jornada laboral vuelve a la carga, ilusionada y generosa. Visita la camada y tras alimentarlos y acomodarlos para afrontar la noche, se despide repartiendo besos a las crías y sosteniendo la cara de la madre entre sus manos pidiéndole que cuide de los pequeños, que no se aleje mucho, que mañana volverá como cada día...Mientras dice lo que dice, no deja de balancear su cuerpo, de bailar los gestos, de dibujar en cada movimiento los ápices aumentativos de la generosidad.
En un momento dado me topo con su mirada. Me descubre apuntándole con la cámara del móvil. Dándome la espalda, otra vez, coloca los brazos en jarra y vuelve a mirar a sus criaturas. Es entonces, hablándoles a ellos, cuando me cuenta su historia.
Al terminar me alcanza una cría. Mira qué ojos tan azules, qué pelaje más profundo para lo peque que es, me indica. Le anoto que la madre no se inmuta, que parece no molestarle que sostenga a su cría. Acariciarlo, tranquilo, mamá felina confía en mí, aclara. Instantes después, mientras arrullo al diminuto felino contra mi pecho, me encuentro con su mirada líquida. Me intereso por el motivo de su preocupación.
En quince días comienzo mis vacaciones. Un año esperándolas y ahora no cuento las horas que faltan para irme al pueblo. Temo por ellos. No sé quién se ocupará de los pequeños. Si al menos estuvieran destetados y camparan a sus anchas por este patio infinito, la cosa sería diferente, susurra.
Guardamos silencio durante unos instantes. Silencio que rompe el hilo de su voz: hablaré con mi jefe. Este año visitaré el pueblo en otoño. Lo recuerdo bonito, sembrado de hojas, quizás las chimeneas de las casas escupan humo y ese entrañable olor a hogar me devuelva a mi infancia. Está convencida de que para esas fechas, los gatitos serán gatos que correrán lo suficiente como para alcanzar la suerte de la supervivencia.
Le digo que me emociona su decisión.
Claro, estos pequeñajos se lo merecen, gimotea mientras enjuga las lágrimas con la manga.
¿Sabes? soy tan madrileña como gata, apostilla.
Sonríe ella. Escribo yo.