No sé bien lo que se gana escribiendo un libro. Sé sin embargo que se busca otro pedazo más de amor, otro signo de amor de alguien a quien llamamos lector. Pero ahora sé lo que se pierde.
Es lo que le preguntó a Claudio Magris un estudiante chino, ¿qué se pierde al escribir? Al escritor de Trieste le pareció pregunta kafkiana, pero a mí me parece pregunta poco laberíntica. Ya sé que siempre que decidimos algo, perdemos, pues justamente es eso lo que hace tan magnífico el caso del indeciso/a, quien no acepta perder. Pero la decisión insondable de escribir un libro, de seleccionar las letras, los giros lingüísticos, los títulos, el orden de la narrativa, los libros que se citan, los espacios en blanco, todo ese trabajo de decisión continua requiere aceptar perder, como esas mudanzas en las que perdemos para siempre algún objeto, o lo recuperamos como por arte de magia en un estante cualquiera de la nueva casa años después. Aceptar perder es también la metáfora de una vida, carrera continua de pérdidas, una tras otra, y desde la cuna.
Cuando pienso en los esfuerzos gigantescos que hay que hacer para escribir un libro, incluida la dosis de desesperación de la página en blanco, las horas puntuando un párrafo, (¡un simple párrafo!), el libre vagar de la imaginación cuando se evoca un episodio ya olvidado o un sueño por realizar aún, cuando pienso en todo ese trabajo invisible y desconcertante de meses, de años, entiendo a Borges cuando dice que deja la gloria de sus libros escritos a los otros, y que él se queda con la gloria de los libros que había leído. Ser lector eterno otorga un placer tan creciente a medida que pasan los años que justifica la existencia de escritores sin libro o de escritores de un solo libro, de esos que dijeron cual Bartleby, el personaje del relato de Melville, “preferiría no hacerlo”. Vila-Matas colocó este exordio en su genial Bartleby y compañía: «La gloria o el mérito de ciertos hombres consiste en escribir bien; el de otros consiste en no escribir».
Desconozco qué lleva a algunos escritores a no escribir nunca un libro, cuando oponerse a escribir cuesta más que rendirse a los demonios de la escritura.
Por mi parte, después de haber escrito durante trece años Mejor no comprender, entiendo por qué he elegido el exordio que he elegido para ese libro, y no otro. Pero ese velo espero levantarlo esta tarde ante los lectores de esta columna que acudan a Casa Junco a su presentación.