De hecho, todo el que garabatea un folio empieza por imaginarse como un escritor en ciernes cuya obra está en proceso de creación. Se ve a sí mismo escritor, en su más romántico sentido. Y de la misma manera que existen escritores con libros cuyo ingenio y destreza son innegables, hay escritores sin libros con facultades más que sobradas pero frustrados en el empeño, dado que no logran publicar ninguna obra, bien porque nunca la completan, bien porque no consiguen que nadie se la edite, ni siquiera mediante la autoedición. Pero haberlos, haylos, invisibles y anónimos que cada mañana se sientan ante el rectángulo en blanco, sea papel o en pantalla, para sentirse escritores desafortunados e incomprendidos que no alcanzan a producir ese libro con el que desean darse a conocer al mundo o, cuando menos, al entorno más cercano de familiares y conocidos.
Se trata de una paradoja triste y un tanto injusta porque la rentabilidad no siempre es sinónimo de calidad y condena al ostracismo a muchos escritores sin libro de meritoria capacidad pero desafortunada habilidad para escribir lo que demanda el mercado. Algún día, alguien con conocimientos y talento tendrá que escribir un libro acerca de esos escritores sin libros que sus potenciales lectores no han tenido la oportunidad de descubrir, ni para bien ni para mal, por culpa de la desidia, el estilo, la temática o las circunstancias adversas de tantos autores desilusionados. Y no lo digo por mí, que conste, que yo ya soy autor de folletos.