Un folio en blanco. Había un folio en blanco descansando sobre la mesa. Pulcro y totalmente liso, y a su lado un bolígrafo de tinta negra aparentemente sin estrenar. Pero no cualquier bolígrafo, se trataba de la herencia que su abuela la había dejado: un boli de metal azul lapislázuli con enredaderas de plata alrededor.
Permaneció contemplando durante un largo instante. Inmóvil. En silencio. Admirando aquellos dos objetos como si se trataran de los últimos dos diamantes de la Tierra, dos piedras preciosas que aún no se habían introducido en el hueco de ningún anillo.
Al lado del bolígrafo había una bolsa de terciopelo negro cuidadosamente cerrada con un cordón dorado. Se trataba de la otra parte de la herencia: un puñado de perlas auténticas. Laia no sabía qué hacer con ellas, ni tampoco por qué Nieves insistió tanto en que se las dieran a su nieta, pero no tardaría en descubrirlo.
Acarició la hoja con suavidad. Un escalofrío le recorrió la espalda y desembocó en la nuca. Después, alargó el brazo y cogió el boli como si se tratara de fino hielo a punto de partirse, y mientras lo hacía, notaba cómo le temblaba el pulso.
Aquel objeto se posicionó en su mano con una precisión sorprendente, como si estuviera hecho para permanecer unido a ella y sólo a ella. Cogió aire, lo contuvo, y sopló suavemente. Siempre que tenía un boli que le resultara especial o que simplemente fuera nuevo; o un folio en blanco, no podía evitar el impulso de garabatear letras hasta cubrirlo todo por completo. En este caso, el impulso era más fuerte y la locura mucho mayor.
Pero, ¿sobre qué escribir?
Lo único que hizo fue posar la punta del bolígrafo sobre el papel y lo que ocurrió fue algo que le cambiaría la vida para siempre: el bolígrafo de su abuela empezó a moverse sólo.