Escrituras nómades: Un tiempo para callar de Patrick Leigh Fermor

Por Pablosolorzano

Debo decir que tengo a Patrick Leigh Fermor (Paddy, para los amigos) en lo más alto de mi olimpo literario particular. No podía dejar de impresionarme por un personaje de tal estirpe cuando supe de su novelesca vida: lo primero fue enterarme que había caminado, siendo todavía un mozalbete, desde Inglaterra hasta Estambul. Algo que entonces yo soñaba, todavía sueño, hacer. Quise entonces saber todo sobre este personaje. Conforme encontraba más información de él mi admiración aumentaba. Aproveché un viaje de mis padres a Europa para pedirles que me trajesen (entonces vivía en el Perú) todo lo que encontraran de este escritor. Lo hicieron aunque no con mucha suerte: en la sede barcelonesa de la librería ALTAIR consiguieron solo la segunda parte de sus memorias de ese viaje que lo llevó a pie por el corazón del viejo continente: ENTRE LOS BOSQUES Y EL AGUA. Pero no importaba, me bastaba con tener solo ese tomo. Devoré el libro, y aunque al principio fue un poco difícil adecuarme a su estilo refinado y por momentos digresivo, terminé por caer hechizado. Concluí que Paddy no solo había tenido una vida admirable sino que también era un escritor maravilloso. 

   Desde que me vine a vivir a España he tenido la suerte de tener acceso a otros de sus libros como son EL TIEMPO DE LOS REGALOS (primera parte del viaje a pie que hizo), MANI y UN TIEMPO PARA CALLAR sobre el que ahora me gustaría contarles un poquito, no con ánimo de crítico, que no lo soy pues ni tengo idea de lo que es escribir crítica literaria, sino más bien para contagiarles mi entusiasmo por este gran escritor. 
UN TIEMPO PARA CALLAR trata sobre un viaje atípico, donde apenas si hay movimiento. Nuestro escritor nos cuenta su estadía en varias abadías europeas en las cuales se refugia en busca de tranquilidad para poder escribir su primer libro: llamado El árbol del viajero (1950) el cual, curiosamente, versa sobre sus andaduras por algunas islas del Caribe. Digo curiosamente pues llama la atención que Paddy se encerrase en un lugar en el que la severidad, el recogimiento, el silencio y los rigores de la vida dedicada a la contemplación lo fueran todo para escribir sobre una zona que es toda ella sensualidad, luz y bullicio.  Leigh Fermor viaja primero a la abadía benedictina de Saint-Wandrille, en Normandía; continúa luego hacia Solesmes, para pasar a las soledades de la Gran Trapa. Termina su derrotero en los monasterios abandonados de Capadocia. Sinceramente es un modo espectacular de cerrar un libro pues el lector occidental nunca creería que pueda haber conexión alguna entre la mística de lugares religiosos de Centroeuropa con las de Turquía. El escritor nos deja conocer los pormenores de la vida diaria dentro de esos recintos monásticos: las rutinas de los monjes, los rigores con los que viven, las fascinantes historias que hubo en la construcción de las mismas. Pero no solo hace de informador casual sino que al mismo tiempo que con su precioso estilo nos deja entrar en el corazón de estas abadías, Paddy nos hace sus cómplices al permitirnos entrar en las batallas de su propio corazón pues nos confiesa sus problemas para adaptarse y los cambios que se dan en él al empaparse de todo el misticismo de estos lugares que le «afectaron de modo profundo». Todo esto sin ninguna intención de querer convertirse en el protagonista del libro, un error que lastra muchos libros de viajes en los que el autor cree que nos interesa más lo que le pasa a él (que también, pero tampoco tanto) que lo que pasa en el sitio en el que se mueve.  «En la reclusión de una celda-escribe él-las turbulentas aguas de la mente se apaciguan y clarifican, las ocultas impurezas que la oscurecen flotan hasta a la superficie donde pueden ser retiradas; y después de un tiempo se alcanza un estado de paz inconcebible en el mundo ordinario.»

Patrick Leigh Fermor. Foto de http://europe.wsj.com/home-page

   El silencio tiene que ver en ese estado de paz que alcanza nuestro narrador. Las palabras que no se dicen, la prohibición de hablar de los monjes -"Fuera de estos muros se hace un gran abuso de la palabra" le dice uno de ellos-, hacen que el visitante se dirija hacia sí mismo pues al no haber nada inoportuno alrededor solo le queda mirar en su interior: pensando, meditando, concentrándose, si tiene la disposición, en cosas en las que antes no había reparado. ¡Cómo sufrió el gran Paddy para adaptarse! Nos deja ver lo que le costó dejar atrás un mundo lleno de bulla y de fruslerías para iniciar el viaje al centro de su alma: “El lugar asumió el carácter de una enorme tumba, una necrópolis en la cual yo era el único habitante vivo". Lo sorprendente es que él huye del bullicio y los apuros de un mundo de mediados del siglo pasado ¡Hay que imaginar lo poco que le costaría dejar este mundo de ahora mil veces más bullicioso, veloz, violento y sobrecargado de información!     Lo que engrandece a Leigh Fermor es que aun dejando saber su escasa fe en cuestiones religiosas muestra una apertura y una tolerancia al modo de vida que los monjes han asumido. No se burla, ni critica un modo de vida que no es el suyo, suele ser respetuoso y hasta por momentos defiende, sin llegar a hacer apología, el comportamiento de estos hombres que han preferido dejar atrás las “ansiosas trivialidades que emponzoñan la vida diaria” para entregarse a una vida aislada, pobre y muy dura: se levantan a las 2 de la madrugada, cantan en la iglesia siete horas, trabajan hasta la extenuación roturando los campos, comen solo raíces y tubérculos, visten los mismos toscos atavíos sin importar si es verano o invierno, entre otras exigencias. Una mente menos aprovechada e ignara podría tildar este tipo de vida como simple fanatismo. Ya se sabe que lo más fácil es juzgar aquello que no se conoce.  

Paddy en Itaca en 1946. Foto de http://www.thesundaytimes.co.uk

¿Qué es lo que hace que uno como lector se sienta tan apegado a un escritor como Paddy? Quizás sea ese modo de escribir tan elegante con el que expresa una erudición de la que hace gala sin llegar a ser soberbio, al contrario, tantas referencias históricas, tantos personajes prominentes hace que uno sienta que el narrador no infravalora nuestra inteligencia sino que nos asume como una persona llena del mismo amor por el arte, la cultura, los libros, la belleza, la vida misma. Pero no se piense que todo es un fárrago inacabable de referencias cultas, hay muchas partes en que Leigh Fermor derrocha humor, ironía y un jovial e inabarcable entusiasmo por las cosas que ha visto y conocido y eso permite que haya en su prosa picos y simas, un sube y baja constante, emocionante como el viaje mismo. Suelo tener un gran sentido de agradecimiento cuando al terminar de leer un libro he podido conocer zonas de la realidad que ignoraba y que quizás hasta criticaba. Pues esto me ha pasado, una vez más, con un libro de Paddy: he ganado un poco más de tolerancia, respeto y de interés por la vida monástica y contemplativa; aunque en el fondo creo que nuestro escritor no solo nos está pidiendo una tolerancia hacia la vida abacial sino también hacia todo tipo de vida que no sea como la nuestra y a la que no debemos criticar sin conocer. Para terminar, no puedo dejar de mencionar que el escritor inglés también visitó los monasterios peruanos de La Merced, en el Cuzco, y Santa Catalina en Arequipa. No sabía que habíamos tenido a tremendo viajero en mi país. También tengo que elogiar la excelente traducción de Dolores Payás, otra consumada amante de Paddy a quien ella tuvo la suerte de conocer (¡qué envidia!). Además, el prólogo que escribe es sencillamente genial tanto por las luces que echa sobre la obra fermoriana como por las cosas poco conocidas que cuenta sobre la vida de nuestro héroe, personaje que no deja de sorprendernos. Lean al gran Leigh Fermor, dejen conquistar vuestro corazón por este extraordinario escritor. Pablo