Recuerdo bien por eso la pena que me dio escuchar de labios de Antonia el que, por evitar males mayores, el ama, el cura y ella hubieran hecho una hoguera en el patio con gran parte de los libros que solía leer el caballero y que juzgaban la causa de su desvarío. Y cómo luego, y después de salvar sólo unos pocos, pidieron a un albañil que cerrara el hueco de la puerta de su biblioteca con piedras y barro, de tal forma que pareciera que nunca había existido y que el lugar entero desapareciera de la vista como si uno de aquellos magos encantadores que a todos los lados seguían al caballero torciendo sus planes hubiera llegado hasta su misma casa para arrebatarle su tesoro más grande, que eran los libros que amaba. Yo me imaginaba el silencio de aquellos libros, y todas las historias maravillosas y tristes que debían de contener y que ya nunca leería nadie por haber quedado allí sepultadas, como quedaban los muertos en el camposanto. Y más que nunca me pareció que las voces de los muertos estaban guardadas en los libros que escribían los hombres y que el caballero todo lo que había hecho era escucharlas y prestarles un poco de atención, que era lo que los demás nos negábamos a hacer, para evitarnos sobresaltos y complicaciones.
Ilustración (Pablo Auladell) y fragmento (Gustavo Martín Garzo) de Dulcinea y el caballero dormido.