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Ese otro cine español: Apartado de correos 1001 (Julio Salvador, 1950)

Publicado el 24 septiembre 2014 por 39escalones

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El cine español clásico es campo abonado para todo tipo de influencias cinematográficas procedentes del exterior, con solo un par de límites: el techo técnico y presupuestario y las tijeras de la censura. Y a pesar de ello, la cinematografía española se impregna de modos y maneras foráneos, interacciona con ellos, los inserta en ambientaciones y temas propios, y en muchas ocasiones, como resultado, ofrece productos más que estimables. En el caso de Apartado de correos 1001, dirigida por Julio Salvador, uno de los expertos españoles en el cine criminal, la huella de Fritz Lang o Sam Fuller se da la mano con cierto costumbrismo, casi casticismo, derivado de la situación de la película en entornos y barrios populares de la Barcelona de los años cincuenta. Lamentablemente, las imposiciones de la censura obligan a establecer un marco previo del que la acción no puede salirse: de entrada, encontramos una voz en off que canta las alabanzas de las fuerzas del orden, de su abnegación y entrega al servicio por bien de la comunidad, a su desinteresada labor de sacrificio y su continuos desvelos por la protección del ciudadano. Esta exigencia política viene acompañada de otra de carácter moral: en toda película policial que se precie durante la dictadura, los buenos (el orden) y los malos (cualquier desorden de cualquier clase, político, económico, social, sexual, religioso, etc.) deben estar perfectamente marcados, separados, de tal manera que resulte indudable a quién debe apoyar el público, qué punto de vista asumir y cuál rechazar, y en caso de personajes complejos que transiten de uno a otro lado, la manera de exponer su situación debe contener una justificación moral, un pretexto narrativo admisible que permita explicar conforme a la moral oficial sus evoluciones durante la trama o, llegado el caso, disculparlo con la indulgencia dedicada a la oveja que vuelve al rebaño.

Pese a estas premisas obligadas, Apartado de correos 1001 empieza por todo lo alto: un joven es tiroteado en plena calle, ante una de las principales oficinas bancarias de Barcelona; la única pista: en la habitación que tenía alquilada durante su estancia en Barcelona, los inspectores Miguel (Conrado San Martín) y Marcial (Manuel de Juan) descubren un ejemplar del diario La Vanguardia con un anuncio marcado: se solicita un gerente para una importante empresa de productos químicos, pero para concursar al puesto es necesario enviar una importante cantidad de dinero en concepto de fianza. La dirección: apartado de correos 1001 de Barcelona. La película se centra en la compleja y minuciosa tarea investigadora de los agentes, sus vacilaciones iniciales, sus primeros fracasos, los primeros indicios válidos, y la presencia de ese instinto que sabe detectar de dónde cabe tirar para desenredar la madeja. Con ritmo vibrante, gran economía narrativa (el metraje no supera unos 90 minutos repletos de acontecimientos, localizaciones, diálogos y acción), una buena fotografía naturalista de Federico Larraya y un tratamiento que logra una perfecta simbiosis entre la intriga y la acción sin respiro y ciertos lugares emblemáticos de Barcelona (calles y plazas reconocibles, la sede del periódico, la secuencia del partido de frontenis, o la apoteosis final en las, por entonces, famosas atracciones Apolo -quizá un guiño a Orson Welles-), que contribuye a esa mixtura de género y populismo ensamblada a la perfección. Irregular en cuanto a interpretaciones, destaca sin embargo el bien trenzado guion, lleno de aciertos y curiosidades (la muestra del funcionamiento interno del correo, el proceso de recogida, clasificación y reparto), obra de otros dos importantes directores españoles, aunque algo posteriores, Julio Coll y Antonio Isasi-Isasmendi, que resulta tan ceñido a los cánones censores como, por otro lado, más que valiente (ahí está la clave del crimen en torno al tráfico de cocaína o, en otro orden, el rápido establecimiento de complicidades y relaciones entre uno de los policías y una apetecible sospechosa…). Y, además de eso, persecuciones, disparos, huidas en el último momento, habitaciones secretas, compartimentos camuflados, contactos en pisos de bloques semiderruidos…

Es decir, misterio, enigma, romance incipiente, unos malos nítidos, claros, plenamente justificados, que reciben el final que merecen, todo a mayor gloria de la policía (se trata de la Brigada Criminal, claro, no de la Político-Social) y de esa entusiasta voz en off que salpica de vez en cuando el relato para guiar al espectador (poca confianza se tiene en su inteligencia, desde luego) y a la vez ensalzar convenientemente el trabajo policial. Un personaje con dimensión propia es esa Barcelona en blanco y negro, luminosa y radiante, poco que ver con el marco en principio asociado con la sordidez del crimen, del tráfico de estupefacientes y de los entornos secretos y reservados, una ciudad hermosa y viva en cuya trastienda se desarrolla la labor criminal de los marginados, los desfavorecidos y las mentes perversas y corruptoras de inocentes. Ese continuo choque entre la calma aparente y el torbellino en la sombra transita por la película de principio a fin, ya desde el momento del crimen (en una concurrida acera, a pleno sol, a mediodía, el momento de mayor presencia de transeúntes) y también en el final: el magnífico sabor de boca que deja la película viene directamente asociado a la secuencia de desenlace, la persecución policial en la atracción de feria, donde se dan la mano la cruda realidad, descarnada y violenta, y la fantasía y la diversión de quienes acuden allí a evadirse, los disparos y las peleas y los quejidos de angustia se entremezclan con las risas y la música del carrusel en sintonía con el propio clima social del país que el film no se molesta en disimular. Esta conclusión, prodigiosamente rodada, plena de tensión y acción, contiene un buen puñado de instantes interesantes, imágenes icónicas que debieran ser rescatadas en cualquier antología del cine español que se precie. Una de las grandes películas del cine español, injustamente olvidada, y que está a la altura de sus coetáneas de otras demarcaciones cinematográficas con mayor aceptación, especialmente Hollywood y Francia.


Ese otro cine español: Apartado de correos 1001 (Julio Salvador, 1950)

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