Pino – Beach Walk
El asunto este de invocar a la nostalgia para escribir es que se corre el riesgo derrapar.
La nostalgia humedece los ojos, afina el olfato, hace más agudos todos los sentidos y con ella se vive en riesgo permanente.
Riesgo de atesorar un pasado irrepetible, o para el caso riesgo de volver a pitar un cigarrillo justo ahora que me estaba volviendo saludable.
Si tan sólo fuera volverse nostálgico para escribir…
Me sentaría, echaría mano de ésta como si fuera un recurso extraordinario y luego de que cumpliera su cometido, la metería en el cajón azul, junto con las hojas mecanografiadas, el saquito de té que no fue, y el estuche de los anteojos.
Entonces, luego de bajar de la cima del ensimismamiento absoluto, de danzar feliz en esta vorágine hermosa que es escribir, el nivel de nostalgia volvería a estar en cero.
Y desterrar junto con ésta olores, imágenes o sonidos que remitan a algo que no sea actual. Nada de olmos secos, algarrobos, sauces al borde del río llorando desde alguna canción, menos acordes de una guitarra o el sabor a sal en la boca, que siempre se las ingenia para viajar kilómetros vía terrestre.
Labios curvados e invadidos por olas de alegría y tristeza.
Anhelos confusos, piel de gallina, frío en la espalda.
Sensibilidad que arremete y hace que todo se vea en cuatro dimensiones. O sobredimensionado, que para el caso da igual.
No hay cajón para la nostalgia, ni manera de doblarla y acobacharla.
En caso de abandonarla se corre el riesgo de perderla para siempre.
Afuera, más allá de mi escritorio, del otro lado de la puerta imaginaria entre este ahora y la realidad, alguien presiente que intento abandonarla y la defiende.
Todo está sincronizado, es un complot universal.
Y yo lejos de alejarla la atesoro, junto con estas ansias que me entran de camuflarme entre las letras durante estos minutos robados.