"Ese yuyo" por C. Scaletta

Por Julianotal @mundopario

El debate por la soja y la sojización oscila entre dos polos, la visión autocomplaciente de los productores y la crítica ecologista, que no ayudan a entender un fenómeno mucho más complejo.

En la economía local persiste un dato inquietante en términos de desarrollo: a pesar de los muchos años de crecimiento durante el post neoliberalismo, las exportaciones siguen dominadas preponderantemente por productos primarios y manufacturas de origen agropecuario, que representan alrededor del 60 por ciento de las ventas externas. La Argentina industrial, con cadenas de valor altamente integradas e inserción internacional, es un sueño inconcluso que sólo subsiste en el espejismo de sectores subsidiados y deficitarios en divisas, como el automotor o las armadurías de electrónica de consumo. Mal que le pese al sueño industrialista, el complejo sojero-aceitero es el más dinámico y competitivo de la economía. En el centro de esta producción brilla el cultivo estrella de las últimas dos décadas: la soja, inmortalizada por la presidenta Cristina Fernández en tiempos de la pelea por las retenciones móviles como “ese yuyo”. Un yuyo que, en el contexto de restricción externa y devaluación, suele ser acopiado en los campos para desesperación de quienes velan por el nivel de reservas internacionales, dato que refuerza su centralidad. Las décadas pasan, pero la contradicción central entre las necesidades del llamado campo y la voluntad del desarrollo industrial se mantiene casi intacta.Dada la centralidad económica del yuyo, entonces, lo menos que puede hacerse es intentar comprenderlo. El camino no está libre de escollos, en particular por los imaginarios contradictorios construidos a su alrededor. En los vértices confrontan la visión autocomplaciente de los productores y la crítica “ecologista”. Sintetizando antes de profundizar: los productores se ven a sí mismos como los gestores de un sector tecnológicamente avanzado, esforzado, generador de riqueza social primigenia e injustamente acosado por la presión impositiva; en tanto, cierto ecologismo con singular éxito de marketing considera a la tecnología como la fuente de todo mal y estigmatiza a la producción sojera por el paquete transgénico y su herbicida asociado. Ambas interpretaciones merecen discutirse, pero conviene comenzar por los hechos.
La expansión

Las razones del proceso de sojización del agro local no comenzaron en casa. Se trató de una respuesta de los empresarios agrícolas al cambio de condiciones de los mercados internacionales. En concreto, de acuerdo a la interpretación más extendida, fue una reacción al aumento de la demanda global producto de las revoluciones industriales asiáticas lideradas por China e India. Los procesos de industrialización conllevan migraciones del campo a la ciudad, un aumento del ingreso del conjunto de la población y, en consecuencia, un cambio en la demanda de alimentos hacia dietas más proteicas, con mayores requerimientos de productos de origen animal, como carnes y lácteos.
En este proceso, la soja, y en particular el “residuo” de la molienda aceitera del poroto, comenzó a jugar un rol principal como insumo de la alimentación animal. Como es lógico, el aumento de la demanda global significó mayores precios. Y en las economías de mercado, las únicas realmente existentes, parte de la habilidad empresaria consiste, precisamente, en aprovechar las cotizaciones favorables. Así, sobre la base de las señales de precios de los mercados internacionales, con rigurosa racionalidad microeconómica, los empresarios del campo argentino iniciaron, a comienzos de los 90, un fuerte proceso de reconversión productiva hacia la soja. En una primera etapa el crecimiento se produjo en relativo desmedro de los cereales, pero rápidamente se inició también una expansión de la frontera agrícola, con un sensible aumento del área sembrada.La expansión de la frontera no estuvo libre de contradicciones. Supuso procesos más o menos traumáticos como el desmonte, el desplazamiento de poblaciones originarias y, en algunos casos, el remplazo parcial de cultivos circunstancialmente menos rentables, como la caña de azúcar o el algodón. En muchos casos la ecuación de rentabilidad indujo al monocultivo y la falta de rotación en los campos, especialmente en los alquilados, con los consiguientes problemas de degradación de los suelos y pérdida de nutrientes.
Mitología transgénica

La expansión sojera se inició a principios de los 90, mientras que la primera soja transgénica se liberó al mercado local después, en 1996, con el proceso de sojización ya avanzado. Estas fechas refutan desde el minuto cero la interpretación ecologista según la cual la sojización y sus males, reales y presuntos, son producto del cambio técnico y no de las condiciones de mercado, de la semilla y no de las relaciones capitalistas de producción. Ello no quiere decir que las nuevas tecnologías, al bajar costos, no hayan acompañado algunas transformaciones asociadas al proceso.
El cambio técnico se centró en dos componentes principales: el paquete transgénico y la siembra directa. El paquete consiste en la semilla modificada genéticamente para lograr resistencia a un herbicida específico, el glifosato. Originalmente desarrollado por la multinacional Monsanto, actualmente es provisto también por otras firmas biotecnológicas. Resulta notable la demonización de estas nuevas técnicas por parte del discurso ecologista. Notable porque el uso del glifosato como herbicida único donde antes se utilizaba un abanico de productos significa la posibilidad de emplear menos agroquímicos por hectárea, lo que explica parcialmente la ventaja de costos que llevó al vuelco hacia la nueva técnica. Por otra parte, la siembra directa es un sistema que evita la remoción de la capa superficial de los suelos propia de los cultivos tradicionales. En otras palabras, es una tecnología mucho menos erosiva.El uso del paquete transgénico no supone una productividad mayor por hectárea, sino menores costos por unidad de producto. La paradoja es que si no se utilizase la tecnología transgénica debería aplicarse más agroquímicos, no menos, así como técnicas de labranza mucho más agresivas con los suelos. Sobre esta base es posible sospechar que detrás del discurso demonizador de algunas multinacionales del ecologismo se encuentran otros intereses, como la excusa para la creación de barreras paraarancelarias en defensa del subsidiado y mucho menos competitivo agro europeo.Una segunda línea de la crítica ecologista es la demonización del glifosato, el herbicida asociado a la soja transgénica. La modificación genética tuvo por objeto que el cultivo sea resistente al herbicida. Efectivamente, el glifosato, en tanto herbicida, es tóxico. Tras su aplicación mueren todas las malezas y sólo queda en pie la soja. Sería ridículo defender su inocuidad sanitaria. El problema está en otra parte, no en su rechazo desde el discurso sino, como sucede con cualquier agroquímico, en el cuidado y la regulación de su aplicación.En un mundo ideal sería quizá preferible una agricultura totalmente orgánica, pero en un entorno capitalista ello significa una considerable pérdida de competitividad, tanto por los mayores costos asociados como por la menor productividad por hectárea. Producir orgánico es más caro y los rendimientos son menores.
Cambios estructurales

Dejando de lado o superando los mitos discursivos, los cambios estructurales, económicos y sociales provocados por la sojización del agro local fueron principalmente dos. El primero fue el aumento de las necesidades de escala de la producción, con sus consecuencias sobre los actores preexistentes y la aparición de otros nuevos. El segundo fue el ingreso de las firmas biotecnológicas al reparto del excedente agrario.
La primera transformación resulta concomitante al desarrollo del capital en el agro. En el capitalismo, lascommodities se producen a escala. La nueva rentabilidad de la soja facilitó el uso de nuevas maquinarias, desde los tractores con control satelital a las sembradoras de directa o las grandes cosechadoras. En la frontera de las nuevas técnicas se encuentran también procesos novedosos como la llamada agricultura de precisión, que supone desde el riego artificial en las nuevas fronteras agrícolas hasta el manejo diferencial de la superficie de los campos, tanto de la humedad del suelo como de la aplicación de agroquímicos. Previsiblemente, las nuevas técnicas demandaron un aumento del capital a emplear; en términos técnicos, una mayor composición orgánica del capital agrario. La explicación es simple: para amortizar, por ejemplo, una sembradora de directa o una cosechadora de última generación es necesario cultivar más hectáreas.Este proceso de concentración del capital no se produjo solamente a la manera tradicional, por la vía de la concentración de la propiedad y la expulsión de productores, como los más pequeños imposibilitados de acceder a las nuevas técnicas, sino que dio lugar también a la aparición de actores nuevos, principalmente dos: los proveedores de servicios y los arrendatarios. La manifestación más contundente de este cambio fue que, a fines de la primera década del siglo XXI, el 60 por ciento de la producción sojera se realizaba en campos alquilados. Luego, las mayores necesidades de amortización de las nuevas maquinarias se saldaron por vía de los proveedores de servicios. Los propietarios más grandes comenzaron a alquilar maquinarias a los más pequeños y aparecieron también nuevos empresarios que, o bien siendo propietarios de campos más chicos o bien sin tener tierras, vieron la oportunidad del negocio del aprovechamiento intensivo de los nuevos equipos. Finalmente, en un mundo caracterizado por el auge de la financiarización, el capital financiero no tardó en llegar al nuevo nicho de alta rentabilidad, lo que explica la irrupción de los fondos de inversión agraria y lospools de siembra.La sojización, entonces, fue acompañada por una diversificación de actores. El sujeto agrario preponderante no es sólo el empresario “oligárquico” que produce en grandes extensiones propias necesarias para amortizar las mayores necesidades de capital. A su lado también están emprendedores más chicos que producen en campos propios y suman alquilados para alcanzar las necesidades de escala, así como otros más pequeños que demandan servicios tercerizados de siembra y cosecha. A ellos se suman los distintos proveedores de estos servicios y los capitales financieros. En paralelo también se consolidó la figura de los rentistas puros, aquellos que, frente a las mayores rentabilidades habilitadas por la expansión sojera, optaron por aprovechar los altos alquileres pagados por la tierra, cuyo valor se multiplicó. Así, el grueso de los otrora pequeños productores, propietarios por ejemplo de 200 hectáreas en la zona núcleo de la Pampa Húmeda, se transformaron en rentistas.Como surge de esta breve descripción, el nuevo entramado agrario ganó en complejidad y dista de ser homogéneo. Y como en toda transformación económica, junto a los ganadores también surgieron perdedores: las poblaciones desplazadas por los desmontes, los pequeños empresarios que no lograron adaptarse al cambio de condiciones y los sujetos de las producciones agrarias reemplazadas.
La puja por el excedente

Hablar de la expansión de un circuito productivo con la aparición de nuevos sujetos supone, desde la economía, introducirse en el problema más complejo de la puja por el mayor excedente generado. Además de los nuevos actores que intervienen en la producción y el generalizado fenómeno de los arrendamientos, el cambio técnico supuso la irrupción de un actor completamente nuevo: las multinacionales biotecnológicas. Aunque en el mercado argentino estas empresas se manifiestan en la actividad agropecuaria, se trata en realidad de firmas que, a escala global, se encuentran a la vanguardia del desarrollo capitalista, un fenómeno que fue estudiado en profundidad por el economista Pablo Levín.
La característica central de estas firmas es que autonomizaron el momento que Karl Marx llamaba del “privilegio del innovador”. Expresado de manera sintética: en cada rama de la producción existe una técnica socialmente generalizada que determina una ganancia media; si algún productor individual descubre una nueva técnica que ahorre costos disfrutará, hasta que la técnica vuelva a generalizarse, de una ganancia diferencial. En el capitalismo avanzado, por vía de ingentes inversiones en investigación y desarrollo, el capital tecnológico trata de mantenerse permanentemente en este momento de privilegio del innovador.Algunas empresas tecnológicas hicieron de la innovación su núcleo de negocios, lo que supuso también encontrar mecanismos de repago para sus inversiones. Esto explica la importancia que los países centrales otorgan a los pagos de patentes y royalties. Para garantizarse el repago de estas inversiones, compañías biotecnológicas como Monsanto intentaron incluso técnicas radicales, entre ellas la introducción en las semillas de genes de hibridación. Frente al rechazo social provocado, optaron por regresar al método tradicional de cobrar regalías y al permanente ofrecimiento de productos nuevos. Antes de que la disputa por las retenciones ocupara todo el escenario del debate agrario, la discusión entre los empresarios del campo era por “el derecho ancestral de los campesinos a usar sus propias semillas”, y su derivado de circulación negra de semillas transgénicas sin marca, las llamadas “bolsas blancas”. Básicamente, se intentaba no pagar por la tecnología utilizada.Desde otra perspectiva, el ecologismo cuestionaba el mismo carácter transgénico de las semillas con el argumento de daños potenciales a la salud humana, de lo que hasta ahora no existen indicios ni pudo ser probado por ningún estudio de universidad conocida.A modo de síntesis, entonces, podría afirmarse que cuestionar el rol de las multinacionales biotecnológicas implica plantearse quién se encargará y cómo se financiarán la investigación y el desarrollo tecnológico. ¿Una empresa nacional? ¿Las universidades? ¿El sector público? No parece fácil. Y menos aún si se considera que, en la puja por el excedente agrario y tras la salida del neoliberalismo, apareció un actor adicional –el Estado– lo que vuelve más interesante el debate.
Retenciones e industrialización

En relación a este tema hay que señalar dos datos. El primero: que el sector agropecuario sea el más productivo de la economía local y pletórico en “ventajas comparativas” no es algo que se haya descubierto con la sojización. Este último proceso, en el marco de los elevados precios internacionales de las commodities, sólo reforzó su centralidad. El segundo: la lucha histórica de las entidades gremiales del agro de la zona núcleo siempre apuntó a recibir el precio pleno de exportación cualquiera sea el nivel del tipo de cambio. Ambos datos contribuyen a la autopercepción del campo como un sector dinámico y acosado por el Estado.
El debate de fondo, políticamente irresuelto y que explica las discontinuidades argentinas, es si como proyecto de desarrollo alcanza con los productos primarios, las manufacturas de origen agropecuario y alguna industria derivada. Dicho de otra manera, si Argentina debe resignar su sueño industrial y abocarse a los sectores con “ventajas comparativas”, o bien si es posible avanzar hacia una estructura productiva más diversificada e integrada.A pesar de los discursos legitimadores y de la proliferación de actores, la producción agropecuaria requiere cada vez de menos mano de obra. En Estados Unidos, para tomar un parámetro internacional, se estima que la producción de soja demanda un empleo cada 500 hectáreas, pero ya se habla, como meta de corto plazo, de uno cada 1.000 hectáreas. Desde el propio sector se contraargumenta que, en realidad, los empleos no se generan en el campo mismo, sino en los servicios asociados y en las manufacturas derivadas: la industria aceitera, de maquinaria agrícola, los biocombustibles y, sobre todo, el sector alimenticio. En un límite menos consistente, se sostiene que la riqueza del campo dinamiza la construcción de calidad y el consumo ABC1.Pero más allá del pensamiento neoliberal, la percepción es que el sector agropecuario y sus derivados no alcanzan para construir un país desarrollado. Tampoco para generar el empleo que demanda una Argentina que pronto tendrá 50 millones de habitantes. La cuestión lleva directamente al problema de la estructura productiva desequilibrada, el hecho de que el desarrollo de la industria demanda divisas y las divisas las genera principalmente el campo. La solución lógica es que la industria, vía sustitución de importaciones, demande progresivamente menos divisas, pero el camino es largo.En el marco de este debate, se argumenta que las necesidades macroeconómicas del campo y la industria no son compatibles, que la productividad del campo requiere un tipo de cambio mucho más apreciado que el que necesita la industria. La herramienta que establece en la práctica distintos tipos de cambio efectivo entre sectores son las retenciones a las exportaciones. Una retención del 20 por ciento es lo mismo que un tipo de cambio 20 por ciento más apreciado. Pero además, como el país exporta alimentos, las retenciones también sirven para desdoblar (y abaratar) los precios de los alimentos, y por extensión los salarios en divisas. Al Estado le permiten también recaudar de manera sencilla parte del excedente agrario y realizar transferencias que, por ejemplo, promuevan el desarrollo industrial.Hasta aquí la teoría, que aparenta un círculo virtuoso. En la práctica, en cambio, se observan algunos problemas: el primero es que no logró construirse un consenso extendido acerca de la legitimidad de las retenciones, lo que se traduce en la promesa de eliminarlas o reducirlas por parte del grueso de la oposición política. El segundo es que la industria no pareció reaccionar significativamente a las ventajas cambiarias y de transferencias habilitadas por una políticas de retenciones inversamente proporcionales al valor agregado. Casi hegelianamente, puede decirse que en la economía argentina el yuyo lleva en sí mucho más que la mera cuestión agraria. Lo que subyace al debate es el proyecto de país.* Economista.
© Le Monde diplomatique, edición Cono Sur