En general, viajar es siempre una experiencia que remueve cimientos, aunque sea solo un poco. Viajar a sitios diferentes y conocer a personas de otras culturas hace que surjan preguntas que, tal vez, de otro modo, no surgirían.
Imagino que habrá gente a la que no le pase esto (obviamente, si viajas de spa en spa o de hotel de lujo en hotel de lujo, notarás poca diferencia entre Cancún y Phuket). Pero creo que viajar es la mejor forma de aprender sobre el ser humano, sobre los grandes porqués, sobre nosotros mismos.
Cuando sales al mundo aprendes a amar la diferencia. Aprendes a apreciar y respetar las sutilezas de otras formas de vida (a veces, tan agresivamente distintas a la propia). Regresar de un viaje a un lugar remoto te deja cargada de interrogantes y de dudas, y eso es bueno. Recuerdo esos viajes que me dejaban sin respiración, experiencias que deseaba que no acabaran nunca. Recuerdo eso tan parecido al síndrome postvacacional, la “bajona” al regresar al día a día, a la rutina. Al echar la vista atrás, siempre hay imágenes clavadas en mi memoria que me traen sensaciones indescriptibles. Sin embargo, en los últimos viajes que he hecho, me he dado cuenta de que, al final, tenía ganas de regresar a casa. Y eso me hace sentir inmensamente feliz y afortunada.