El ruido invade todo, aturde a sus víctimas, se mete en su cabeza y satura todos los huecos. No deja ni un resquicio para que se expandan las ideas. El ruido se agolpa y relega los pensamientos a lo más hondo de la mente, los oprime hasta sepultarlos en un foso en el centro de un laberinto sin salida.
Me gusta el silencio. Me gusta la sensación de espacio que produce. En medio del silencio los márgenes se borran, se extienden más allá de las paredes de la habitación o de los límites del horizonte. El silencio se difumina en los confines, se funde en ellos para expandirlos, los empuja más allá y termina por traspasarlos para acabar convertido en espacio.
El silencio no es la nada, no es el desamparo del vacío sino la órbita infinita en la que se encuentra todo. Es el origen, la conjunción de los tiempos, la dimensión en la que coexisten eternidad y vida. En el silencio el mundo permanece latente. Igual que en un sueño, la mente se adapta al flujo lento de la quietud, solo el aire oscila con la cadencia de su respiración y el espacio abierto permanece en calma, como un océano inmenso sin nada que lo altere.