Fue por aquél año en el que Isabel Pantoja estaba en prisión. Si normalmente hacer zapping por la TDT es penoso, el ir cambiando entonces de canal para encontrarte noticias de lo que la cantante hacía o no hacía en la cárcel era ya particularmente molesto. Muchos programas vivían de la situación de la Pantoja y lo hacían sin ningún disimulo.
Y fue un día concreto de aquel año, que un diario digital publicó una noticia, tomada del principal programa de las tardes de Telecirco en el que unos supuestos periodistas se despellejaban entre ellos y solo paraban de hacerlo para despellejar a otros famosos, en el que informaban de que un club de fans de Isabel Pantoja había reunido fondos, a base de contribuciones particulares de los propios miembros del club, para regalar a la folklórica una cocina nueva. Pero entiéndase bien. No un electrodoméstico. Todos los aparatos y el amueblamiento de lo que entendemos por “cocina” en una casa.
Pero no nos engañemos. Ni pensemos que esa combinación de adoración y servilismo juntos hacia una convicta es algo minoritario. En España tenemos una amplia fauna de personas influyentes que, bien por omisión del deber a cumplir, bien por haber engañado, manipulado y arruinado a gran parte de la nación, o bien por haber sido verdaderos maleantes desde sus puestos de influencia y poder, deberían ir directamente al estercolero de la historia, además de ser procesados muchos de ellos por serios indicios de corrupción.
Sin embargo, no hay que buscar mucho para encontrar a auténticos fans de estos indeseables. Fans que, sin apenas esfuerzo pasan de admiradores a sicarios en áreas como las redes sociales desde las que el anonimato o la posibilidad de insultar a alguien sin tenerle delante son tentaciones demasiado fuertes para gentes mediocres y de criterio tan limitado como un discurso de Pablo Echenique.
Analizando lo que estamos viviendo desde un punto de vista frío, sin partidismos ni preferencias, no cabe otra cosa que preguntarnos ¿qué empuja al común de la gente a votar a tal o cual político o partido para una segunda legislatura, cuando durante la primera ha defraudado las expectativas de millones de electores? ¿O por qué votan para la presidencia de un gobierno a un tipo que no ha dicho una sola verdad desde que es candidato y que contradice todo lo que aseguraba apenas un año antes? ¿Por qué el público va corriendo a comprar un libro escrito por un autor que presume de su iniquidad y hace cátedra de lo sórdido? ¿Por qué las audiencias de ciertos programas de radio y televisión siguen siendo tan numerosas, cuando los espectadores saben que han sido engañados una y otra vez con noticias falsas y reportajes tendenciosos?
La explicación bien pudiera ser que España vive bajo el síndrome de Pantoja. Un síndrome que algún día debería ser investigado y reconocido como patología, porque está tan extendido y es tan dañino que una parte importante de la sociedad española siente a menudo el impulso irrefrenable de premiar a quien le roba, defender a quien le miente, y colocar enun pedestal a los personajes más mediocres y dañinos. Como a aquellos fans de la Pantoja, que se gastaron un dineral en obsequiarla, con una devoción más propia para un paso de semana santa que para una artista, también los españoles sienten una debilidad y una querencia recurrente a acabar desfilando detrás de cualquier impresentable que les vacíe el bolsillo, el patrimonio, y hasta la esperanza.