A lo largo de la historia España ha sido, por su posición geográfica, país receptor al mismo tiempo que emisor de migrantes. Por diversas razones ha habido momentos en los que se ha propiciado la recepción de extranjeros, pero en otras ocasiones se ha hecho necesario salir del territorio nacional en busca de trabajo, de aventura o, en último extremo, por necesidad de salvar la vida ante represiones ideológicas o religiosas.
En los últimos años la fuerte crisis económica que azota al sistema capitalista, cebada sobre todo en los países mediterráneos, ha provocado que la balanza migratoria se inclinara negativamente hacia nuestras fronteras. El caudal migratorio está compuesto mayoritariamente por gente joven con formación universitaria. El aparato mediático-propagandístico, encarnado sutilmente en emisiones televisivas que muestran las bondades de la diáspora española, ha venido mostrando un espejo que, sin dejar de ser verdad, lo es solo en parte. No todos los españoles que abandonan el país son recibidos con los brazos abiertos, ni viven en mansiones paradisiacas, ni ganan en un mes lo que aquí ganarían en un año. Es la imagen de éxito proyectada por una minoría que incita a “hacer las américas”.
El Gobierno asegura que los jóvenes españoles emigran “por impulso aventurero”. Sin embargo, no nos engañemos, es la necesidad la que provoca esta estampida. No todo el mundo puede encontrar trabajo en una Europa globalizada. O se ofrece una formación específica y competitiva o el emigrante, muchas veces con una carencia absoluta en la faceta idiomática, se debe conformar con ser mano de obra barata y en no pocos casos acaba en la calle, viviendo la caridad ajena. Cuando la emigración es sostenible, es un ciclo social beneficioso para el país receptor y para el emisor. Sin embargo, cuando el fenómeno se polariza, se convierte en un problema para todos. Un problema que no ha hecho más que empezar.alfonsovazquez.comciberantropólogo