Cada español lleva en el pecho la mancha heredada de la bala que mató a su antepasado. Y en la pronunciación se nota el compás de cada bando; pero al prestar atención resulta que la melodía es la misma. El sentido del pensamiento (llámese aquí pensamiento a algo que no lo es) se afana en señalar al otro como el destino ideal para descargar la ira acumulada de tantos siglos de rancia catolicidad. Una catolicidad formal que ha superado con creces la catolicidad material y que ha vivido para bendecir apariencias en lugar de esencias. Pues ese antiguo “pensamiento único” ha sido el único modelo del que han bebido los unos y los otros, por eso es triste esta época en la que cómodamente podemos tomarnos un whisky con quién, en un momento dado, puede mandarnos al paredón. Precisamente es ese gusto por las apariencias el germen de las dos Españas. No son los bandos clásicos determinados por la tipología política al uso, sino la lucha encarnizada de lo auténtico contra lo impostado, de las esencias contra las apariencias y aquí nadie cree necesitar más entendederas que las que tiene (el bien mejor repartido del mundo es la razón: todos creen tener bastante) porque el otro es siempre pura apariencia y, entonces, no es un igual. Cada vez que la modernidad ha hecho intentos por levantarse o los aires de la Europa desarrollada han sido invocados desde alguna esquinita de España, era la mentalidad de casulla, de hisopo y de peineta la que imponía su impronta de Isabel y Fernando sobre la mesa. Sobre una mesa que se proclamaba cristiana y que renunció al salvoconducto para la eternidad: el amor. Don Antonio Machado, a través de su “alter ego” Juan de Mairena, consciente de esta anomalía generalizada y que proviene de tan lejos, propone una educación para la “contemplación”. El “Santo de Collioure”, como lo rebautizó Jorge Gillén, deseando que se supere la hegemonía del pragmatismo y el cinetismo, propone siete reglas para esa educación, de las que sólo transcribiré la última: “Yo os enseño –en fin-, o pretendo enseñaros, el amor al prójimo y al distante, al semejante y al diferente y un amor que exceda un poco al que os profesáis a vosotros mismos, que pudiera ser insuficiente”. Claro que mentar el amor en clave política es de Quijotes y los Quijotes son muchos españoles y muy españoles, Rajoy dixit.
Cada español lleva en el pecho la mancha heredada de la bala que mató a su antepasado. Y en la pronunciación se nota el compás de cada bando; pero al prestar atención resulta que la melodía es la misma. El sentido del pensamiento (llámese aquí pensamiento a algo que no lo es) se afana en señalar al otro como el destino ideal para descargar la ira acumulada de tantos siglos de rancia catolicidad. Una catolicidad formal que ha superado con creces la catolicidad material y que ha vivido para bendecir apariencias en lugar de esencias. Pues ese antiguo “pensamiento único” ha sido el único modelo del que han bebido los unos y los otros, por eso es triste esta época en la que cómodamente podemos tomarnos un whisky con quién, en un momento dado, puede mandarnos al paredón. Precisamente es ese gusto por las apariencias el germen de las dos Españas. No son los bandos clásicos determinados por la tipología política al uso, sino la lucha encarnizada de lo auténtico contra lo impostado, de las esencias contra las apariencias y aquí nadie cree necesitar más entendederas que las que tiene (el bien mejor repartido del mundo es la razón: todos creen tener bastante) porque el otro es siempre pura apariencia y, entonces, no es un igual. Cada vez que la modernidad ha hecho intentos por levantarse o los aires de la Europa desarrollada han sido invocados desde alguna esquinita de España, era la mentalidad de casulla, de hisopo y de peineta la que imponía su impronta de Isabel y Fernando sobre la mesa. Sobre una mesa que se proclamaba cristiana y que renunció al salvoconducto para la eternidad: el amor. Don Antonio Machado, a través de su “alter ego” Juan de Mairena, consciente de esta anomalía generalizada y que proviene de tan lejos, propone una educación para la “contemplación”. El “Santo de Collioure”, como lo rebautizó Jorge Gillén, deseando que se supere la hegemonía del pragmatismo y el cinetismo, propone siete reglas para esa educación, de las que sólo transcribiré la última: “Yo os enseño –en fin-, o pretendo enseñaros, el amor al prójimo y al distante, al semejante y al diferente y un amor que exceda un poco al que os profesáis a vosotros mismos, que pudiera ser insuficiente”. Claro que mentar el amor en clave política es de Quijotes y los Quijotes son muchos españoles y muy españoles, Rajoy dixit.