La Academia dice que el nacionalismo es la doctrina política que ensalza las características patrióticas propias de una nación.
Idioma, vínculos de sangre, cultura, banderas, santos patronos o folclore son algunos de los mitos que unen los nacionalismos.
Los nacionalistas catalanes, gallegos y vascos, que dicen sentirse coaccionados por el supuesto españolismo, reaccionan imponiendo su patriotismo local.
Pero ante todo debemos preguntarnos, a la luz de la definición académica, si siguió existiendo o no el nacionalismo español tras la desaparición del franquismo. Ciertamente, el General había pretendido unificar a sus súbditos imponiéndoles su concepto patriótico de raza e imperio, pero lo máximo que consiguió fue que los turistas creyeran que las españolas eran flamencas y que los españoles, toreros.
Luego, con la eclosión de las autonomías, sí que se recrearon tópicos patrióticos: cada región cultivó afanosamente sus mitos. Muchos, están inventándose aún.
El único símbolo omnipresente e inevitable que quedó del españolismo fue el idioma castellano. Que ya es más americano que europeo. No debe olvidarse que, actualmente, por cada español hay nueve hispanohablantes por el mundo.
Realmente, el españolismo es el carácter resultante de sumar los nacionalismos regionales. La España bronca de Otegi e Ibarretxe.
Lo español es la mezcolanza de los nacionalismos catalán, vasco, gallego, andaluz o cartagenero, egocéntricos y con complejo de explotados por los otros.
Los gobiernos centrales están formados por castellanos, gallegos, vascos, catalanes, canarios o de cualquier parte. Apátridas, liberados de mitos nacionales. Ellos tienen que contener nuestro agresivo españolismo para evitar que nos matemos unos a otros.
Se dirá que el ministro de Defensa, José Bono, representa el españolismo rancio. Cierto: los castizos como él sirven precisamente para ridiculizar la Egggpaña y olé.
Nadie es más españolista que Ibarretxe, Quintana, o Carod (Pérez), curioso aragonés disfrazado de catalán.