El enclave de esta ciudadela patrimonio de la humanidad es sorprendente; desde el castillo más alto puedes ver en 360º unos paisajes de coníferas espectaculares, y al fondo un macizo montañoso completamente nevado. Lo bonito de este lugar es que si tienes suerte como nosotros, puedes estar prácticamente solo caminando de una construcción a otra escuchando solo el ruido del viento que se cuela entre las grietas e imaginándote la vida que existió alguna vez en este lugar. Podría decirse que ahora sus únicos habitantes son los gatos que te vigilan al paso cada vez que doblas una esquina. Un lugar maravillosamente precioso e infinitamente tranquilo.
Después nos desviamos radicalmente hacia la costa, pero por las imágenes vistas previamente del lugar, Monemvasía prometía ser un lugar espectacular a tan solo unas pocas horas de viaje, por lo que nos arriesgamos a pegarnos la paliza para ver con nuestros ojitos lo que podría ofrecernos este lugar. Y como esperábamos, lo leído y visto previamente no podía igualar si quiera a la realidad que pudimos observar. Un peñón gigante unido al continente por una lengua de tierra (Monemvasía en griego significa "única entrada"), escondía un mágico pueblo escondido al borde del precipicio y fortificado por una muralla de cara al mar. Como es habitual en esta zona, a lo alto del peñón hay una ciudadela fortificada, que lleva cerrada varios años por una restauración monumental que están realizando y que abrirá sus puertas por fin este año, así que no pudimos visitarla, pero debe ser muy valiosa.
Paseamos un rato por las laberínticas calles de Monemvasía, tomamos un café mirando al mar y disfrutando del sol del pleno invierno, y regresamos a Esparta, donde la estatua de Leónidas nos esperaba impaciente. Una ciudad normal, con semáforos, smartphones y centros comerciales.