En la morada del búho...
-XIII-
Cuando llegó el curandero en cuya busca había salido por la noche el hijo del Silencioso, la enferma se encontraba libre de calentura, y un ligero calmante que le administró contribuyó eficazmente a adelantar su mejoría. Espatolino, sin embargo, no daba muestras de la alegría que debía causarle tan favorable mudanza: su semblante torvo y desencajado, llevaba el sello de un profundo y secreto dolor, que en vano procuraba encubrir bajo forzada sonrisa. La salida del sol había sido acompañada de un recio aguacero; pero la atmósfera, purificada por la lluvia, permitió al día ostentarse más sereno y hermoso. La temperatura era suave; el aire puro, todo contribuía al alivio de la joven doliente, cuyo pecho respiraba en efecto con libertad, mientras sus ojos se fijaban en su esposo con dulcísima ternura. -Amigo mío -le dijo-, me siento mejor, mucho mejor; disipa tus inquietudes, pues padezco al notar en tu semblante la huella dolorosa de las penas que te causo. -Estoy tranquilo; soy feliz -respondió el bandido con acento que le desmentía. -Escucha: he estado tan trastornada; tengo aún tanta debilidad y confusión en la cabeza, que no acierto a distinguir la verdad de la mentira; no sé qué cosas he soñado durante la fiebre, y cuáles me han pasado realmente. Sólo me acuerdo con claridad de que esperábamos una carta de Roma... ¡una sentencia de vida o de muerte! Todo lo posterior se me presenta oscuro; tengo no sé qué ideas de traición, de muertes... Se me figura que recibimos tu indulto, pero que fue revocado enseguida, porque te exigían por precio de él que entregases a tus pobres compañeros, que aunque muy criminales te aman como a padre; tú te negaste, y entonces... ¡te condenaron a ti! Todas estas cosas habrán sido imágenes del delirio, ¿no es cierto? -No todo -respondió Espatolino-. Cuando tu salud se encuentre completamente restablecida, te explicaré los varios acontecimientos de la terrible noche que acabamos de pasar. Por ahora sólo te conviene saber que antes que concluya el día debo avistarme con Rotoli, y que tengo grandes esperanzas de conseguir mi indulto sin comprarlo a precio de la vida de amigos leales. Al pronunciar las últimas palabras una sonrisa amarga y convulsiva contrajo momentáneamente sus labios; pero Anunziata no reparó en ella y levantó los ojos al cielo con una expresión inefable de gratitud, mientras apretaba contra su seno las manos de su marido. -Dios es piadoso -dijo-, y los hombres no son tan malos como ha juzgado tu resentimiento. -Si Dios es piadoso -repitió el bandolero con indefinible gesto, y los hombres me han dado una nueva prueba de su bondad. A las diez de la mañana despidió Espatolino al Escolapio, pagándole generosamente, y mandó llamar a Roberto. Presentose il Fulmine con aspecto receloso; pero debieron tranquilizarle las primeras palabras del jefe. -Hace cuarenta y tantas horas que regresasteis de la correría que hicisteis cumpliendo mis órdenes -le dijo-, y no había podido veros ni hablaros. No ignorareis que aunque tuve la dicha de encontrar a mi esposa, fue amargada por el disgusto de una enfermedad que ha padecido, y de la que, gracias al cielo, ha cesado ya completamente el peligro. Libre mi corazón del cuidado que le ocupaba, he pensado en vosotros, amigos fieles y bondadosos, que tomáis una parte en todos mis pesares, y que habéis estado en triste inacción durante las amargas horas en que el riesgo de una existencia querida me ha impedido atender a mis obligaciones de capitán. Os debo mil gracias por la indulgencia que concedéis a la única debilidad de mi vida, y mientras dispongo alguna expedición que nos compense del tiempo perdido, quiero que festejéis el restablecimiento de mi mujer con un banquete opíparo, cuyos gastos corren por mi cuenta. Toma este bolsillo, Roberto; haz traer a esta casa lo mejor y más delicado que pueda encontrarse en los lugares de la cercanía, y dispón una cena para esta noche, digna de vuestro habitual apetito y de mi munificencia. Tengo que ocuparme en asuntos graves de conveniencia para la cuadrilla; os permito celebrar la fiesta sin esperarme, reservándome el derecho de sorprenderos cuando menos lo penséis, para echar algunos tragos con vosotros, brindando por la salud de mi esposa y por vuestra lealtad nunca desmentida. Oyendo hablar así a Espatolino, cuya voz insegura y de mudado semblante eran en su concepto indicios evidentes de lo mucho que había padecido en la dolencia de su mujer, experimentó Roberto una emoción invencible, mezcla de confusión, de remordimiento y de vergüenza por su propia debilidad, que de tal calificaba la impresión que sentía. Tomó con repugnancia el bolsillo que le alargaba Espatolino, y murmuró bajando los ojos y con señales de timidez que contrastaban admirablemente con los rasgos groseros y atrevidos de su figura hercúlea. -Hemos sentido mucho vuestra conducta, capitán... todos os queríamos bien... no sé si los compañeros estarán dispuestos a... En fin, haremos lo que mandéis. Temblaron los labios de Espatolino al responder: -¡Bien!, dispón, como te he ordenado, una abundante cena a los camaradas, y no les escasees los mejores vinos. Hablaremos después, Baleno, que es muy listo, puede encargarse de las provisiones. -Es que... Baleno no está aquí -dijo con voz casi ininteligible il Fulmine. -¿Dónde ha ido? -preguntó el capitán mirándole de hito en hito. Hubo entonces un instante en que dominado el teniente por el antiguo influjo que ejercía en su corazón Espatolino, por la turbación de su culpa y acaso también por un sentimiento de generosidad, que no estaba extinguido completamente en su alma, estuvo a punto de arrojarse a los pies de su víctima y confesárselo todo. Comprendiolo Espatolino, y a su pesar se sintió conmovido. También él se halló entonces impulsado a renunciar un pérfido disimulo, a indignarse, a reconvenir... ¡a perdonar acaso! Uno y otro bandido batallaron un momento con aquellos secretos deseos, y ambos consiguieron sofocarlos. -Balenoha ido a hacer algunas compras en Albano- dijo Roberto. -Sentiré que no participe del festín -respondió con diabólica sonrisa Espatolino-; pero espero que los demás no desairaréis mi obsequio, y que me guardéis una copa. -Se hará como lo deseáis, capitán. -Pondréis la mesa en la sala que está al extremo opuesto; mi mujer aún se encuentra muy débil y el ruido pudiera molestarla. Roberto se retiró y Espatolino volvió junto a la enferma. Dormía apaciblemente, envuelta entre pieles de armiño, cuya blancura no superaba a la de su rostro pálido. Espatolino contempló largo rato su tranquilo descanso, besando repetidas veces las trenzas de ébano de su suelta cabellera. -¡Ella al menos será feliz! -murmuraba algunas veces-. ¿Qué importa que mi corazón conserve abiertas heridas incurables? Pietro entraba frecuentemente en la alcoba, seguido de Rotolini, que jamás se le apartaba. Una de las veces que se presentó dijo a Espatolino: -Capitán, il Silenzioso acaba de volver de Roma con esta carta para vos. El pobre viejo ha pasado un buen susto, pues tropezó en el camino con un cadáver todavía caliente, y tuvo que alejarse a toda brida, por temor que llegasen gentes y le creyesen autor de aquella muerte. Lo más extraño del caso es que, según afirma, el difunto se parecía a Baleno como un huevo a otro. -¿A quién ha comunicado esta observación? -preguntó con alterado rostro el capitán. -A mí solamente. -Corre y dile que le prohíbo desplegar los labios en todo el día de hoy. -Poco le costará -dijo Pietro al salir-, así como así él no habla sino cuando muere un papa. -¡Bien, Occhio linceo! -dijo Espatolino al abrir la carta que el hijo de Giuseppe le había dejado-. Ya sabía yo que tu vista era perspicaz y tu brazo certero. La carta de Rotoli sólo contenía esta línea de su mano: «Estaré a las siete en el paraje que me indicáis». Espatolino miró su reloj. -Son las cinco -dijo-. ¡Aún hay que aguardar dos horas! Paseose agitado por el aposento; se asomó a un balcón para respirar la brisa de la tarde, porque sus fauces estaban secas; luego se puso al cinto su puñal y un par de pistolas, y esperó junto a la cama de su mujer el momento oportuno de acudir a la cita. A las seis estaba ya la tarde bastante oscura. Las sombras de la noche iban descendiendo rápidamente; pero el cielo continuaba despejado y el tiempo apacible. El bandido imprimió un largo beso en la frente de su esposa; ordenó a Pietro que no se apartase de su cabecera; salió de la casa del Silenzioso, y montando en su alazán tomó a paso igual el camino de Roma. Tenía que andar tres millas y media para llegar al paraje de la cita; pero aquella distancia era nada para Vento rapido, cuya impaciencia moderaba trabajosamente su dueño, obligándole a mantenerse en un trote reposado. La luna, que estaba en sus primeros días, no tardó en ostentar su semicírculo luminoso sobre el azul sereno del firmamento. Aquella claridad débil y melancólica cobraba cierto carácter fantástico e indefinible al alumbrar las ruinas de los sepulcros, que abundan en la ruta de Genzano a Roma. ¡Pensamiento extraño y grave era el de los antiguos, al decorar los caminos con monumentos mortuorios!... Ninguna impresión triste y solemne es comparable a la que produce la vista de aquellas tumbas, alumbradas por la luna, cuyos pálidos resplandores reflejan en los mármoles en que parecen dibujar sombras vagas y vaporosas. Aquellas líneas arquitectónicas; aquellas pilastras que ha mutilado el tiempo; aquellas inscripciones borradas; aquellas alegorías que son ya incomprensibles... todo en fin, en lo que resta de aquellos suntuosos templos de la muerte, produce en el ánimo un sentimiento profundo. Los últimos momentos del orgullo humano se presentan allí en ruinas; parece que el ángel de la destrucción tremola su fúnebre bandera sobre los escombros de las mismas obras que le fueron consagradas, arrebatando al hombre hasta el triste consuelo de dejar un testimonio de su fragilidad. Espatolino, abandonando las bridas de su caballo, se entregaba a pensamientos tan severos y lúgubres como los objetos que le rodeaban. Apartándose un poco del camino real hacia la derecha, se encuentran algunas ruinas mejor conservadas que las otras. Son dos tumbas circulares que debieron de ser suntuosas. En la época de nuestra historia todavía se veían en una de ellas dos bellas estatuas, representando al tiempo en la actitud de descargar su hoz, y al genio de los recuerdos recogiendo sus despejos. El tiempo había destruido la cabeza de su propia imagen, y al genio de los recuerdos le faltaban ya las manos. Aquél era el paraje designado por Espatolino a Rotoli, y bajándose del caballo que ató al tronco de una columna mutilada, sentose en un pedestal vacío y tendió una mirada triste a su alrededor.Continuará…