Apagad las luces... Empieza la función...
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Destellos en la Noche (por Ángel Ruiz)
Joel tenía su mirada clavada en el fondo de la habitación, allá donde el color dorado se apagaba lentamente tras el cálido adiós de su madre. La minúscula luz del pasillo era lo último que veía antes de enfrentarse a la noche. Cinco años recién cumplidos eran muy pocos para no tener miedo a apagar la luz, y saber que puede haber paz en las tinieblas y horror en las primeras horas del alba. Los primeros instantes de soledad siempre pasaban lentos, siendo la cama un inmenso desierto que su pequeño cuerpo no alcanzaba a cubrir. Para protegerse de las sombras, Joel escondía pudoroso su cara bajo las sábanas, y dejaba que su aliento flotara con los últimos rastros del delicioso postre con el que acababa la cena. Poco a poco, la mente se relajaba, dando paso a un viaje en el que su lecho se convertía en una gran alfombra mágica que lo transportaba por los aires a través de su casa. La parada favorita de Joel era la cocina. Desde lo alto, se veía a sí mismo sentado en la mesa antes de merendar, con expresión de pillo en la cara y las piernas colgando de una silla caprichosamente alta. Allí, el pequeño esperaba impaciente el sonido de la leche cayendo en la taza, mientras la isla de chocolate aguardaba a ser atravesada por la cuchara de la justicia. Mamá le miraba sonriente mientras acariciaba sus cabellos. Todo lucía lleno de color y luz, desde los blancos azulejos al recuerdo invisible de su padre.
Cuando la calma del regreso llegaba a la alcoba, Joel se convertía en el valiente aventurero que jugaba cada noche a buscar luz en las tinieblas. Poco a poco, sin confiarse, el pequeño reptaba hacia arriba bajo las sábanas, hasta que llegaba a rozar los lindes de la almohada con su rubia cabellera. Al descubrir la superficie, Joel cerraba fuertemente los ojos, hasta que los párpados y la nariz se arrugaban como el hocico de un roedor. Unos instantes de concentración bastaban para que la oscuridad se convirtiera en una pared impenetrable. Era entonces cuando aparecía la magia, creando decenas, cientos, miles de destellos de luz que se multiplicaban por todas partes para gozo del pequeño. Nadie más conocía el truco. Y él tenía claro que no iba a compartirlo con su amigo Marcos, amenos que éste le dijera cómo podía su peonza rodar tanto tiempo sin caer.
Aquella noche, los destellos aparecieron, como siempre, tras la más orgullosa de las sonrisas de Joel. Ya era un hombrecito preparado para abrir los ojos en la oscuridad. A su orden, las pestañas acudieron raudas, abriendo los ventanales que dejaban paso a su mirada. En ese momento, la penumbra dejó de serlo para convertirse en una foto grisácea y difuminada de la habitación. Una tenue luz se filtraba por la ventana que daba al patio de luces. Tal vez fuera el vecino del segundo, el escandaloso, como lo llamaba mamá. Los ojos de Joel barrieron la habitación. La sábana se extendía ante él, como un lago que cruzar antes de posarse en tierra firme. Al fondo estaba el armario, al que Joel nombraba cada mañana guardián del cuarto en su ausencia. El recorrido siguió por las paredes, hasta divisar la imagen recortada de la estantería, donde descansaba su foto con el disfraz del Capitán Garfio. Cada sombra parecía estar en su sitio, incluida la de la silla donde mamá se sentaba para leerle. Joel se acordó del destello, que ya menguaba en el horizonte. Volvió a jugar con él, moviéndolo de la estantería al armario, haciéndolo girar en el aire, y llevándolo hasta la silla. De repente, el centelleo se detuvo, clavando su mirada. Lo que siguió convirtió la eternidad en un simple suspiro. El aliento del pequeño se quebró, llenando la habitación con un sonido ahogado y terrible. La mirada siguió hundida, sin poder apartarse de la silla. Una sombra se recortaba sobre ella, sin haber pedido permiso para estar ahí. Una sombra que acabó con el destello, con el tiempo y con el ensordecedor silencio. Joel se quedó inmóvil, incapaz de reaccionar. De querer gritar, el aire no habría llegado a los pulmones. De querer correr, las piernas no habrían respondido. Sólo una lágrima que se abría camino ante el miedo acudió al rescate. Los segundos fueron largos, pero segundos al fin y al cabo. Los suficientes para volver a deslizarse bajo las sábanas, mientras el corazón se disparaba en mil latidos. Los suficientes para acurrucarse sin querer preguntarse qué o quién estaba sentado en su silla.
Fuera, Olga se dirigía hacia su habitación, cubierta con una bata. Mientras caminaba, un inesperado escalofrío recorrió su cuerpo. El temblor le hizo pensar que tal vez habría cogido frío en la terraza, mientras fumaba el último cigarrillo del día. Se paró ante la puerta de Joel, dudando si entrar para ver si ya dormía. Agarró el pomo de la puerta sin decisión. ¿Cuándo habría crecido lo suficiente como para no robar su intimidad en plena noche? El frío volvió a hacer acto de presencia. Qué extraña intensidad, para estar en otoño. Olga abrió con delicadeza y escudriñó el imperturbable silencio. Duerme –pensó para ella-. De haber estado despierto, Joel habría gritado “¡Te pillé!”. Olga cerró la puerta. Podía ir a dormir tranquila.
Bajo las sábanas, Joel había escuchado cómo se cerraba la puerta. Mamá no estaba con él. Su voz le había traicionado, impidiéndole gritar. Tal vez había sido ese maldito frío, que no paraba de arreciar. Tras oír el sonido de la madera encajada en el marco, Joel hizo de su cuerpo un ovillo, acurrucándose contra la pared. Cerró los ojos hasta el dolor, y mordió sus labios para que el castañeo de sus dientes no fuese escuchado. De pronto, un sonido le llegó de fuera. Fue algo leve, sin definir. Quizás, el gesto de una rodilla al levantarse. O el de un pie iniciando un primer paso. El pánico invadió la habitación, paralizando a Joel en medio. El sonido se volvió cercano. El pequeño, asustado, se agarró con fuerza a la sábana, respirando inquieto el escaso aire que quedaba en su escondite. No podía pensar, ni pedir milagros. ¿Qué debía hacer, acorralado como estaba por una sombra? De repente, la sábana que le cubría empezó a moverse, separándose de su cuerpo. Joel se aferró a ella, pataleando y llegando a morder la tela. Todo fue inútil. Su cuerpo había sido entregado a la noche, sin parar de temblar y con los ojos negándose a mirar. –Tranquilo, Joel- El susurro le atravesó como una flecha, acompañado de una mano helada que cayó sobre su hombro. –Sólo quería verte dormir- Joel abrió los ojos, pero nada pudo ver. -Ya me voy, pequeño- acertó a escuchar antes de que el frío desapareciera.
Fin.--------------------------------------------------------------------------
Intenta no respirar (por Héctor Gómez)
Intenta no respirar....
Sus pequeñas piernas parecen de plomo, se mueven como lastradas por un enorme peso. Todo su cuerpo parece estar sumergido en una piscina de un líquido mucho más denso que el agua. Trata de girar la cabeza pero su cuello no responde, está anquilosado, fijo, mirando al frente, hacia la oscuridad más absoluta. No puede mirar atrás pero siente que algo le persigue, algo terrible, algo que su pequeña mente infantil ya puede reconocer como peligroso, como maligno, como diabólico. Le gustaría gritar, intenta chillar con todas sus fuerzas. Cierra los ojos y se concentra en crear la mayor cantidad de ruido posible, pero su grito se ahoga en su garganta, apenas resuena en sus oídos como un rumor lejano, como la pequeña súplica de un ser insignificante desde las entrañas de la Tierra.
Intenta no respirar....
Parece que esa es la única manera de sentirse a salvo. Siente que cualquier movimiento, cualquier atisbo de vida será detectado por aquello que le persigue. Contiene la respiración, intenta guardarse hasta el último aliento en los pulmones. Pero pronto siente un pequeño mareo, una irreal sensación de abandono. Parece pesar todavía más. Algo le dice que va a morir si continúa así, con esa extraña idea sobre la muerte que tienen los niños, entendida como el fin de todo, sin ninguna connotación. Expulsa el aire, y al instante nota como aquella presencia se hace más evidente, como si le esperara agazapada entre las sombras. No la ve, siempre está detrás de él, pero la siente. La siente cercana, expectante, ansiosa de abalanzarse sobre su pequeño cuerpo. Apenas tiene ocho años, pero ya imagina lo que podría pasar si aquello llega a alcanzarle.
Intenta no respirar....
Reanuda la huida, con todo el peso del mundo sobre su cuerpo. Su mente ordena un movimiento rápido, pero sus miembros responden con pesadez. No corre, flota. No huye, se mueve en círculos, hacia ninguna parte. Sin ninguna salida. Aquello está cada vez más cerca, sigue sin verlo pero esta vez puede escuchar su voz. Una voz granulosa, inhumana, ni siquiera animal. No podría relacionar esa voz con nada de lo que había escuchado hasta ese momento. Sin embargo, puede entender lo que dice. Está hablándole, o aún mejor, está cantándole. Una canción cuya letra cree reconocer, pero que está anclada en un pequeño recodo de su mente, ese recodo que contiene los recuerdos que nos ocultamos, todo aquello que escondemos porque no podemos soportar. Conoce la letra, en algún momento la ha escuchado, quizá en otra huida anterior. Pero no quiere escuchar como termina. Intuye que el final contiene un destino terrible.
Intenta no respirar....
Esa voz...un simple sonido que se le hace insoportable al oído. La misma voz de la muerte, del terror, una voz que sugiere un pozo sin fondo, una caída hacia la oscuridad que parece no tener fin. Siente escalofríos, sus miembros se le hielan. Nota la presencia justo por encima de su cabeza, o más bien por todas partes, como si le rodeara. Se detiene, o quizá no había podido moverse hasta entonces. Cierra los ojos con fuerza, intentando conjurar el pánico. Una lágrima se queda atrapada dentro de su ojo y se le clava como un puñal helado. Contiene la respiración una vez más, no le importa que sea la última. La voz se materializa cada vez más próxima, y sigue cantando una especie de letanía burlona, con la tranquilidad que otorga el saber que la presa está acorralada:
“No huyas pequeño, no puedes escapar
Estés donde estés, te puedo encontrar
Bajo las sábanas o en tu armario puedo morar
Soy tu fiel compañero, el miedo mortal
Estés donde estés...”
La última palabra parece prolongarse hasta la eternidad, se incrusta en sus oídos y arraiga en ellos. Un estallido en su cabeza le hace perder levemente la noción del tiempo y del espacio. De repente, todo se difumina, empieza a dar vueltas. Y, por fin, se ilumina. Cuando consigue reunir fuerzas para abrir los ojos, la lágrima helada se desliza por su mejilla. De pronto la voz parece haber desaparecido, las tinieblas se apartan y dejan paso a un haz de luz que pronto reconoce como acogedor, como familiar. Mira alrededor y reconoce su pijama, su cama, sus juguetes, su ropa colgando en el respaldo de la silla. Y reconoce a su madre, con aspecto preocupado sosteniendo el pomo de la puerta. Por primera vez respira aliviado, está deseando saltar de la cama y abrazar con fuerza a su madre, sentir un calor protector tras tanto terror helado.
Pero en lugar de eso, lo que ve le deja paralizado, sin respuesta posible. Ve a un niño de ocho años abalanzarse sobre su madre. Lleva su mismo pijama, el mismo corte de pelo, la misma marca de nacimiento en la nuca. No tiene ninguna duda de que es él mismo. Pero él no está allí, a salvo con su madre, está aquí. Pero nadie parece verlo, su madre no se da cuenta. Quiere gritar, pero se encuentra de nuevo con ese rumor lejano. Ve alejarse a su madre con aquél niño que es él pero no es él en sus brazos, la ve cerrar la puerta. Adiós a la luz, regreso a la oscuridad. Han desaparecido su cama, sus juguetes, la ropa colgada de la silla. Y ha vuelto la voz, más fuerte que antes, más burlona. Más segura de su triunfo. Por fin puede acabar su canción maldita...
"Estés donde estés, te puedo encontrar...."
Intenta no respirar....