Convivo, casi a diario y no por gusto, con la programación musical de radiofórmulas. Lo llevo con aceptación pero os podéis hacer cargo de la soberana putada que supone para alguien que ha hecho de la música uno de sus salvavidas existenciales.
Es curioso o tal vez todo lo contrario, lógico, que el personal que acude a esas formas de entretenimiento popular ande tan jodida. Menuda programación a la que se están sometiendo. Ni yo, ni mis conocidos más melómanos pasamos doce horas diarias escuchando las variaciones Golberg o el London Calling (obviemos, en este momento, lo que supuso el descubrimiento de los Kinks a mis dieciséis). Pero esto no es así en la vida de la peluquera que, desde el trayecto en coche hasta que regresa a casa a media tarde, sintoniza cualquier radiofórmula. No sé por qué me vienen a la cabeza las imágenes del Malcolm McDowell sometido al tratamiento Ludovico en La Naranja Mecánica. Bueno, claro que lo sé...
La temática dominante, no podía ser otra que el amor y en concreto ese momento primigenio en que el subidón hormonal nos eleva hasta alcanzar las estrellas. Pero el otro día me dio por apuntar los sentimientos asociados al amor en esta clase de música tan popular y esto es lo que salió: dependencia, sumisión, celos, recelos, añoranza, rencor, desprecio, ira, dolor…. Así visto, no parece una cosa muy deseable lo del amor ¿verdad? Y así durante doce horas al día, seis días por semana (espero que al menos los domingos descansen, los pobres). No soy experto en programación neurolingüística pero tengo claro que cualquiera que someta su cerebro a ese continuo bombardeo de ideas negativas no puede sino despertar mi compasión.
Y como casi siempre que surge una intuición, antes o después encuentro la clave que traslada mis suposiciones al terreno de lo demostrable. Esta tarde estaba leyendo acerca de lo que se conoce como neuronas espejo y su papel en la generación de un sentimiento tan importante como el de la cohesión social. Y me entero (la neurología lo sabe solo hace diez años, no crean) de los poderosísimos mecanismos a través de los que operan esta clase de neuronas y que son los responsables de los procesos de imitación y aprendizaje que hacen posible nuestra independencia de los instintos; lo que supone, a la postre, el libre albedrío. En resumen: que el cerebro reacciona casi instintivamente ante los sentimientos de un semejante: la risa produce risa y la contemplación del dolor activa el mismo recorrido sináptico que el dolor real. Esto es fundamental para la generación de sentimientos de empatía en una especie social como la nuestra pero tiene sus contraindicaciones: cuando estos mecanismos surgieron no existía ni la televisión, ni la radio, ni internet ni todas esas pantallas que, a diario, escupen imágenes de crímenes, violencia, maltrato, humillación…
Tengamos cuidado, pues, con qué alimentamos nuestros sentidos, pues igual que el colesterol de una dieta de hamburguesas puede terminar obstruyendo nuestras arterias, todo este bombardeo de mensajes nocivos no puede sino acabar jodiendo el cerebro.