Érase un país sumido en la mayor de las miserias: económica, política, intelectual, física y personal. Durante mucho tiempo había estado gobernado por un asesino general de metro y medio, vomitado por la peste de los tiempos, que llenó los cementerios, cunetas y paredones de muertos del pueblo vivo, mientras una ola de sotanas, crucifijos, rosarios e inciensos doblegaban culturas y conciencias.
Su alargada sombra se prolongó en el tiempo y en las mentes. Setenta años después aún olía. A cutrez, mezquindad y latrocinio.
A la muerte del dictador se confabularon sus sucesores para pergeñar la más importante de las mentiras que jalonaron todo el tiempo posterior. Le llamaron “transición”.
Una testa coronada, nombrada por el dedo sangriento del asesino, mujeriego, borracho y corrupto, se puso de acuerdo con las llamadas “fuerzas políticas” y revistieron la impunidad de una guerra civil y un genocidio como el acceso a una falsa felicidad que llamaron “democracia”.
En realidad era sólo una apariencia y el soporte perfecto para crear una infraestructura desde la que robar a manos llenas: al Estado, al Pueblo, a la Hacienda Pública, a las Autonomías, a los Ayuntamientos, a la Ciudadanía, a las Obras Públicas y al Sunsum Corda.
El “coronas” robó más que nadie y diseminó su fortuna en las Suizas, Panamás e Islas Vírgenes oportunas para, aparte de matar elefantes y osos borrachos, practicar el que sería “deporte nacional”: eludir o evadir impuestos.
Todos los demás del Poder le imitaron. Crearon y financiaron partidos ilegalmente, se lucraron con comisiones y subvenciones, con contratos de obras que crecían exponencialmente, con concesiones administrativas y sobres rellenos del sudor hurtado a los humildes, mientras los pagafantas recortaban hospitales, escuelas, universidades, derechos, pensiones, medicamentos, becas…
Cada cuatro años hacían un paripé, tan corrupto y tan trucado como ellos mismos, y le llamaban “elecciones”.
Vacua operación donde tomaban el tiempo y el pelo a los ingenuos a los que previamente aterrorizaban con infinitos males y tragedia que acaecerían al país o pesebre si ellos no gobernaban, desde sus cuevas de Alí Babá, Bancos rescatados en loor de millones y empresarios de la pocilga,
Y el Pueblo, que algún momento de su historia había gritado: ¡Vivan las caenas! Votaba ocasión tras ocasión, a las “caenas”, los carceleros y a escoria con corbata.
Era un “pueblo” especial. Entontecido por la religión, la basura de la basura de televisión basura se disfrazaba de esperpento para animar, por ejemplo, a su selección de peloteros del balón de una forma significativa: de toreros con montera y patillas, de obispos pre preconciliares, con tricornios de guardia civil, de bandoleros…
Aunque fueran a distancia daban auténtica vergüenza, ajena y propia, si “aquello” era el exponente exportable de la “marca”.
Ya lo dijo un dramaturgo de época:
“Nuestra tragedia no es una tragedia”. La tragedia es un género demasiado noble para el país de la época . “Esperpaña es una deformación grotesca de la civilización europea”. Por ello el sentido trágico de la vida sólo puede darse con una estética sistemáticamente deformada.”
Y así, vivían, deformados y esperpénticamente trasnochados, miserables y corruptos.
“Y es el alcalde el que quiere que sean los vecinos el alcalde.”
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