Esto me ha sucedido recientemente en la Hemeroteca de La Vanguardia, donde encontré un artículo que enlaza a dos arquitectos con una película y un crítico de cine. Los arquitectos son Paolo Portoghesi y Ricardo Bofill, la película Esquizo, obra del Taller de Arquitectura donde se encontraba este último, como ya se ha comentado en este blog, y por último el crítico, uno de los más interesantes de su época, José Luis Guarner, al que en su momento seguí con admiración, porque era capaz de algo muy importante para un profesional: descubrir películas que de otro modo hubieran pasado desapercibidas en las carteleras. Guarner era el corresponsal de La Vanguardia en el Festival de Cine de Venecia de 1991 y su crónica publicada el 14 de septiembre comienza con estas palabras: "Esta es la obra de un gran neoclásico", afirmó Paolo Portoghesi, presidente de la Mostra de Venecia, durante la presentación de la película de Ricardo Bofill Esquizo, uno de los eventos más esperados de la Mostra. Arquitecto, además de uno de los grandes especialistas del barroco italiano, Portoghesi destacó el concepto de Esquizo como arquitectura cinematográfica, situando el experimento de Bofill en su contexto -fue filmado en agosto de 1970- y precisando que su intento de ruptura de los códigos del lenguaje del cine fue una de las-consecuencias de la revolución estética de mayo del 68. Bofill, por su parte, explicó que Esquizo no es otra cosa que un "cuaderno de apuntes" dentro de las actividades interdisciplinarias del Taller de Arquitectura de Barcelona. Su objetivo principal es el de una investigación de los mecanismos de creación artística a través de su relación con la locura, por cuanto "todo creador es un loco controlado". Y sus materiales de trabajo fueron tesis de psiquiatras y testimonios transcritos de dementes. El ambiente de la sesión resultó más próximo al severo seminario de estudiosos que a la reunión mundana de un festival de cine. Pero, a fin de cuentas, era el que precisaba una película experimental, no pensada para la exhibición convencional. Y que además se ofreció en su versión original castellana sin subtítulos, no por capricho sino porque su simultaneidad de textos y voces hace precario todo intento de subtitulación convencional. Esquizo se define, en los títulos de crédito, como "un reportaje ficción sobre la arquitectura de un cerebro". Y ese cerebro es lo que nos muestra, literalmente, la primera imagen. Y sus pensamientos irrumpen con violencia en la pantalla, donde sus movimientos mentales se expresan a través del movimiento corporal de un grupo de mimos, una solución a la que no son ajenas las ideas de Artaud y las invenciones escénicas del Living Theater. Lo que podía ser un mero experimento de laboratorio, sin embargo, cobra otra dimensión gracias a la personalidad de Serena Vergano, que asume todas las voces -femeninas- en un extraordinario "tour de forcé". Locos, niños, paisajes mentales se suceden luego en una catarata de imágenes violentas, ferozmente poéticas. Hay muchas reiteraciones, tanteos y caídas de ritmo en el conjunto. Pero Esquizo está llena de hallazgos y conserva su carácter de experiencia extrema, inflexible que tenía aquella madrugada de otoño -¿o sería invierno?- de 1970, en la que el cronista la vio por primera vez en el cine Publi, en una sesión que congregó a la "Gauche Divine" en peso de Barcelona. El tiempo ha dado a Esquizo, por lo demás, un inesperado valor testimonial: los locos tienen aquí la voz cantante, pero dicen cosas que entonces decía también una generación. Y la ha convertido, de paso, en la propuesta más radical de la extinta Escuela de Barcelona. El tránsito veneciano de Esquizo aparece irónico por partida doble. Primero, porque significa a la vez el triunfo de la muerte y las exequias definitivas de un movimiento limitado, pero que permanece lo más importante que ha ocurrido cinematográficamente en Barcelona en los últimos 25 años. Y segundo, porque a pesar del tiempo transcurrido, Esquizo ha salvado el honor del cine español en esta Mostra: no parece que hayamos progresado mucho. Casi treinta años después de su estreno, Guarner contextualiza la película en su momento histórico y es capaz de valorar este experimento "neoclásico" de arquitectura cinematográfica.
Esto me ha sucedido recientemente en la Hemeroteca de La Vanguardia, donde encontré un artículo que enlaza a dos arquitectos con una película y un crítico de cine. Los arquitectos son Paolo Portoghesi y Ricardo Bofill, la película Esquizo, obra del Taller de Arquitectura donde se encontraba este último, como ya se ha comentado en este blog, y por último el crítico, uno de los más interesantes de su época, José Luis Guarner, al que en su momento seguí con admiración, porque era capaz de algo muy importante para un profesional: descubrir películas que de otro modo hubieran pasado desapercibidas en las carteleras. Guarner era el corresponsal de La Vanguardia en el Festival de Cine de Venecia de 1991 y su crónica publicada el 14 de septiembre comienza con estas palabras: "Esta es la obra de un gran neoclásico", afirmó Paolo Portoghesi, presidente de la Mostra de Venecia, durante la presentación de la película de Ricardo Bofill Esquizo, uno de los eventos más esperados de la Mostra. Arquitecto, además de uno de los grandes especialistas del barroco italiano, Portoghesi destacó el concepto de Esquizo como arquitectura cinematográfica, situando el experimento de Bofill en su contexto -fue filmado en agosto de 1970- y precisando que su intento de ruptura de los códigos del lenguaje del cine fue una de las-consecuencias de la revolución estética de mayo del 68. Bofill, por su parte, explicó que Esquizo no es otra cosa que un "cuaderno de apuntes" dentro de las actividades interdisciplinarias del Taller de Arquitectura de Barcelona. Su objetivo principal es el de una investigación de los mecanismos de creación artística a través de su relación con la locura, por cuanto "todo creador es un loco controlado". Y sus materiales de trabajo fueron tesis de psiquiatras y testimonios transcritos de dementes. El ambiente de la sesión resultó más próximo al severo seminario de estudiosos que a la reunión mundana de un festival de cine. Pero, a fin de cuentas, era el que precisaba una película experimental, no pensada para la exhibición convencional. Y que además se ofreció en su versión original castellana sin subtítulos, no por capricho sino porque su simultaneidad de textos y voces hace precario todo intento de subtitulación convencional. Esquizo se define, en los títulos de crédito, como "un reportaje ficción sobre la arquitectura de un cerebro". Y ese cerebro es lo que nos muestra, literalmente, la primera imagen. Y sus pensamientos irrumpen con violencia en la pantalla, donde sus movimientos mentales se expresan a través del movimiento corporal de un grupo de mimos, una solución a la que no son ajenas las ideas de Artaud y las invenciones escénicas del Living Theater. Lo que podía ser un mero experimento de laboratorio, sin embargo, cobra otra dimensión gracias a la personalidad de Serena Vergano, que asume todas las voces -femeninas- en un extraordinario "tour de forcé". Locos, niños, paisajes mentales se suceden luego en una catarata de imágenes violentas, ferozmente poéticas. Hay muchas reiteraciones, tanteos y caídas de ritmo en el conjunto. Pero Esquizo está llena de hallazgos y conserva su carácter de experiencia extrema, inflexible que tenía aquella madrugada de otoño -¿o sería invierno?- de 1970, en la que el cronista la vio por primera vez en el cine Publi, en una sesión que congregó a la "Gauche Divine" en peso de Barcelona. El tiempo ha dado a Esquizo, por lo demás, un inesperado valor testimonial: los locos tienen aquí la voz cantante, pero dicen cosas que entonces decía también una generación. Y la ha convertido, de paso, en la propuesta más radical de la extinta Escuela de Barcelona. El tránsito veneciano de Esquizo aparece irónico por partida doble. Primero, porque significa a la vez el triunfo de la muerte y las exequias definitivas de un movimiento limitado, pero que permanece lo más importante que ha ocurrido cinematográficamente en Barcelona en los últimos 25 años. Y segundo, porque a pesar del tiempo transcurrido, Esquizo ha salvado el honor del cine español en esta Mostra: no parece que hayamos progresado mucho. Casi treinta años después de su estreno, Guarner contextualiza la película en su momento histórico y es capaz de valorar este experimento "neoclásico" de arquitectura cinematográfica.