Tras la lectura del reciente ensayo del Premio Nobel Mario Vargas Llosa, La civilización del espectáculo, uno se queda estupefacto, al tiempo que dubitativo. La religión, la política, la literatura, los medios de comunicación y el arte se han ido envileciendo poco a poco, y prácticamente, con diferente evolución, en todos los países desarrollados. ¿Será esto positivo, será negativo o es realmente una apariencia debida a la democratización del saber?
¿Por qué casi todos los periódicos del mundo practican, con mayor o menor intensidad, el amarillismo? ¿Por qué el arte, ya sea pictórico, teatral o musical están viviendo un punto de inflexión donde parece que más que importar el placer estético se busque el divertimento, el regocijo y la captación de grandes masas? ¿Por qué los políticos recurren cada vez más a la mentira, a la demagogia y se intentan ganar el favor de cantantes y celebrities en lugar de científicos e intelectuales? ¿Por qué cada vez se vende más literatura light, best-seller?
Primero debería empezar definiendo lo que yo entiendo por cultura. Para mí cultura es poseer una calidad y cantidad de conocimientos muy variados integrados de forma holística, donde la suma de los conocimientos valga mucho más que los conocimientos por separado, porque se complementan unos con otros, y no se sustituyen. Por ejemplo, entiendo por persona culta alguien que conoce la historia de su país y de otros países, que conoce otros lenguajes a demás del propio, que sabe valorar las cosas en su justa medida, alguien cuya sensibilidad se haya enaltecido a través de la música, el arte, la literatura e incluso de las relaciones interpersonales. Es decir, para mí, una persona culta es una persona que posee un bagaje de información que le permite descifrar el sentido real de los diferentes acontecimientos de la vida. Por ejemplo, la manera de realizar el amor, la delicadeza es una forma de cultura.
En mi humilde opinión, la superficialidad o banalidad de la cultura es un fenómeno que razonablemente debe producirse tras un fenómeno de democratización. En muy pocos años el mundo ha aumentado exponencialmente de población. Se han producido enormes avances en la democracia y en las libertades individuales. Y, sobre todo, el progreso y la evolución de la economía ha permitido que una cantidad ingente de personas –sobre todo en el mundo desarrollado– puedan acceder a multitud de productos e informaciones. Esto último está también íntimamente relacionado con la revolución de las telecomunicaciones.
Otrora, sólo era una minoría la que accedía a un volumen importante de información, aquellos que más la valoraban: los intelectuales, los escritores. Esto explica que la cultura hasta hace unos años estuviese monopolizada por este grupo. Era elevada y distinguida, pero muy reducida o restringida. Sin embargo, como hemos dicho, el progreso y la masificación del mundo ha aumentado las posibilidades de acceder a este círculo cultural, antes vedado a la mayoría. Ahora bien, también el progreso ha posibilitado que este círculo se abra también para aquellas personas que no valoran tanto la cultura como antaño. Obviamente debe de producirse una banalización de la misma, ya pueden acceder a gran cantidad de información (que no calidad) casi todo el mundo, incluso los culturetas y los esnobistas.
Este fenómeno ya lo advirtió nuestro filósofo Ortega y Gasset para otros ámbitos en su obra La rebelión de las masas, cuando afirmaba que un aumento en la cantidad de seres humanos debe producir consecuentemente una reducción en la calidad de las interacciones entre los mismos.
Este proceso se ha acentuado aún más por el tipo de economía que poseen los países desarrollados: la economía de mercado. Una economía donde las cosas valen lo que se paga por ellas; una economía donde la soberanía reside en el consumidor. Es decir, si un determinado periódico decide publicar información muy elaborada, sin amarillismo, en lenguaje ampuloso y de difícil acceso para el ciudadano medio, el periódico verá reducir sus ventas y, tarde o temprano, tendrá que echar el cierre. Si no se demanda, fuera.
No obstante, esta democratización de la cultura, este acceso masivo a la misma –proceso alentado, en parte, por la escuela pública y por el progreso del capitalismo– no sólo ha permitido el acceso a personas que la valoran menos, sino que los autores más distinguidos, el pináculo, ha perdido por tanto el poder que antes tenía en la cultura, lo que ha llevado a numerosos de ellos a retraerse de la actividad cultural, viendo con desdén la creciente delicuescencia actual, mientras que otros muchos se han adocenado al mercado, a los deseos de la mayoría.
El autor Vargas Llosa defiende la tesis de que no todo el mundo tiene derecho a acceder a la actividad cultural elevada, pues sólo corresponde esto a un grupo minoritario. El argumento principal que sostiene esta idea es que, mientras que la gran mayoría de las personas dan sentido a su vida mediante la religión, el resto, la minoría, suplanta esta actividad religiosa por la cultural, encontrando el sentido de la vida a través de la actividad cultural elevada, seria, buscadora de certezas y placeres eternos, buscando una obra literaria que trascienda en el tiempo, y no que produzca un placer efímero, pasajero, perecedero y sujeto a los vaivenes de la moda. Veamos en qué términos se expresa el Nobel: “Sólo pequeñas minorías se emancipan de la religión remplazando con la cultura el vacía que ella deja en sus vidas: la filosofía, la ciencia, la literatura y las artes”.
Es pues la razón principal que Mario esgrime para defender que la cultura o, mejor dicho, la alta cultura no puede pertenecer a toda la población, sino a aquellas minorías que verdaderamente la aprecian. Los autores de libros como Crepúsculo, cantantes como Don Omar, filmes chik-fick, artistas performance que ingieren sus propias heces en el escenario para captar público no pueden, por tanto, ser equiparados a obras intempestivas como El Quijote, La República de Platón o El anticristo de Nietzsche.
Por otra parte, otro aspecto que, si bien ha hecho avanzar el progreso, ha perjudicado como contrapartida a la cultura, en los términos en la que la definimos anteriormente. El método científico se caracteriza por el elevado grado de especialización en una parcela del saber: el físico sabe horrores de física, pero nada de literatura; el literato realiza análisis exhaustivos de las obras. Esta especialización, que económicamente es eficiente, pues permite que cada uno se especialice en aquello que es mejor y logre una productividad elevadísima, y logrará aumentar la producción de la sociedad y reducir los costes, ha perjudicado, por otra parte, a la cultura. Porque ha perdido consideración, valía, el saber holístico, filosófico, integrador. El saber de muchos temas, el tener una visión global, de conjunto, sin profundizar sobremanera en ningún ámbito.
Otro hecho que clarifica en gran medida la posible decadencia del fenómeno cultural en todo el mundo es la política. Es cierto que la política, siempre sujeta a presiones gregarias, aunque nunca ha gozado de un gran prestigio, se ha estragado, aún más si cabe, en los últimos tiempos. El político ya no busca la foto con el científico, el escritor o el intelectual, como sí antaño. Esto indica que antes las figuras del pensamiento eran más valoradas que ahora (quizá porque eran los únicos que actuaban en el campo del saber y de la cultura, no como ahora). Todos tenemos en el recuerdo a Einstein que gozó de un gran prestigio social internacional gracias a sus descubrimientos y a su trabajo intelectual, incluso rozó, si bien tangencialmente, la política; incluso tuvo la posibilidad de convertirse en presidente de Israel. Hoy en día tal cosa es bastante improbable. El político, si quiere ganar, debe de buscarse la aceptación de los cómicos, de los cantantes y de las celebrities.
De todas formas, en mi opinión, las minorías intelectuales que busquen la satisfacción personal a través del saber siempre seguirán existiendo con la misma regularidad, a pesar de que éstas puedan estar más o menos valoradas en los diferentes estadios de la historia.
37.021837 -4.555376