Estación de tránsito (clifford d. simak)

Publicado el 04 enero 2010 por Ceci
“Si el universo es lo suficientemente grande, todo lo que puede pasar pasará, de modo tal que si pudiéramos ver lo suficientemente lejos, acabaríamos descubriendo una réplica exacta de nosotros mismos. Esto lo había leído en el periódico. En el Science Times. Era como una versión cósmica del número infinito de manos que con el tiempo suficiente acaban escribiendo El rey Lear. Lo cual, en términos evolutivos, era un hecho científico, si te parabas a pensarlo.”

Al pie de la escalera

Lorrie Moore

Mi amigo J., comentarista habitual de este lugar y cáustico e iconoclasta anfitrión de aquel otro, con quien intercambio heterogéneas lecturas y disculpas por no escribir más a menudo, me envió la semana pasada su generoso regalo de Navidad: Alimentar la mente de Lewis Carroll y Estación de tránsito de Clifford D. Simak. Es el primero una deliciosa y divertidísima curiosidad editorial y tan sólo cabe lamentar que no haya sido objeto de una revisión ortográfica más cuidada. En cuanto al segundo, diré en primer lugar que lo más seguro es que no lo hubiera leído por propia iniciativa. Esa es, de hecho, la dinámica que de una manera tácita hemos adoptado J. y yo en nuestros envíos: regalar títulos interesantes para cada cual por uno u otro motivo y que el otro no leería de otra manera. Así fue como leí la maravillosa Solaris de Lem, la divertidísima Galápagos de Vonnegut o esta Estación de Tránsito de Clifford D. Simak que aquí me trae hoy y sobre la que no puedo sino darte la razón, J.:

1. la traducción no es ciertamente la más adecuada

2. el aliento poético de Simak es más que notable

El primer punto no deja de ser circunstancial, así que centrémosnos en el segundo, el aliento poético. Y como botón de muestra del conmovedor lirismo de Simak debería bastar el comienzo de la novela. La presentación de Enoch Wallace, milagroso superviviente de la terrible masacre de Gettysburg, es digna de ser enmarcada, sin más. De hecho, elevó las expectativas de esta lectora a cotas que, mucho me temo, no consiguió alcanzar el resto de la historia:

“Luego todo terminó y reinó el silencio.

Pero el silencio era una nota extraña que no estaba en concordancia con aquel campo ni con aquel día, y no tardaron en romperlo los gemidos y los gritos de dolor, las voces pidiendo agua y las súplicas de muerte... el llanto, las llamadas y los gemidos que proseguirían durante horas bajo el sol del estío. Luego aquellas siluetas acurrucadas se quedarían quietas y tranquilas, se esparciría un hedor que causaría náuseas a todos cuantos por allí pasaran, y las tumbas no serían profundas.

Habría trigo que no sería nunca segado, árboles que no florecerían cuando volviese la primavera, y en la ladera que subía hasta el farallón, quedarían las palabras sin pronunciar, las gestas sin realizar y los bultos empapados que pregonaban el vacío y el despilfarro de la muerte.

Había hombres orgullosos que aún se habían cubierto de más gloria, pero que no eran más que nombres cuyo eco resonaría a través de las edades... la Brigada de Hierro, el V de New Hampshire, el I de Minnesota, el II de Massachusetts, el XVI de Maine.

Y también estaba Enoch Wallace.

Aún empuñaba el mosquetón hecho pedazos y tenía ampollas en las manos. Su cara estaba tiznada de pólvora. Tenía los zapatos cubiertos de polvo y sangre reseca.

Pero aún vivía.”

Estación de tránsito

Clifford D. Simak

Enoch Wallace no aparenta más de 30 años pero, como un nuevo Rip Van Winkle, hace ya bastante que ha pasado de la centena. Vive retirado del siglo y de sus vecinos, a excepción de la diaria conversación que sostiene con su cartero y de los ocasionales encuentros con su vecina sordomuda –cuyo estelar destino, por cierto, es demasiado previsible-. Podría parecer uno más de tantos excéntricos de lo más recóndito de los EEUU, si no fuera porque esta leyenda local ha llamado la atención de la CIA. Y no es de extrañar, pues el bueno de Enoch se ha pasado su más que centenaria vida dentro de su peculiar e inaccesible residencia recibiendo y despachando –es un decir- a los “extranjeros” de muy diversos lugares de la galaxia que en su casa quisieran hacer parada y fonda. Sin embargo, el statu quo está a punto de cambiar, para empezar, por las injerencias de la CIA y de los fanáticos de la vecindad; para seguir, porque los cósmicos visitantes de nuestro héroe tampoco están libres de pecados que una creería exclusivamente humanos: la ambición desmedida, la codicia o la estrechez de miras, por ejemplo.

El relato del conflicto de Enoch, desarraigado y puesto entre la espada y la pared, lo adereza Simak con inevitables reflexiones sobre la incapacidad del Hombre para conocer aquello que está más allá de su Humanidad -¡ay! la falacia del antropocentrismo- y con edulcoradas y un tanto infantiles opiniones de índole moral. Este es, en mi opinión, el mayor lastre de esta Estación de tránsito -junto con la cierta falta de verosimilitud de un agente de la Agencia demasiado bien dispuesto y bienintencionado-. Y es que a mitad de camino Simak se olvida de narrar y se dedica a predicar. Con una sorprendente falta de concreción, además. Y cuando falta el detalle concreto, la historia tropieza y cae. No hay más.

Pese a ello, yo que Vds. leería y me dejaría llevar por el innegable lirismo de determinados pasajes. Y yo que Vds., sobre todo, me buscaría un corresponsal tan generoso, lúcido e inteligente como J., cuyo sedicente pesimismo es en realidad el disfraz de alguien que no ha perdido aún del todo la esperanza en el Hombre. Él no lo va a reconocer pero es lo que me dicen los libros de Lem, Vonnegut, Lewis y Simak que ha querido que lea.