Hace solo unos pocos días que comentaba por aquí mi incredulidad al ver el cierre de centros educativos y de mayores convertirse en la primera medida para frenar la epidemia, sin ningún tipo de respaldo para las familias con personas usuarias de esos centros.
Parece que han pasado varios lustros de aquella entrada, la verdad.
Las conexiones en tiempos de aislamiento
Están siendo días de actualizar Twitter compulsivamente, y debo decir que me alegra bastante ver cómo en mis TL hay tantas personas concienciadas con las necesidades diversas de todo tipo de personas (gracias a todas las que me abrís los ojos cada día a las realidades que no estoy sabiendo ver, que me explicáis por qué deben abrir las peluquerías y tintorerías, que me hacéis preguntarme cómo se está gestionando la situación de las personas sin hogar, y así mil otras situaciones).
Son pequeños gestos que aportan algo de luz y me hacen reconciliarme con la humanidad. Propietarias de locales teniendo la iniciativa de no cobrar el alquiler a los pequeños negocios que están cerrados estos días. Vecinas apoyando a las más mayores, a las más aisladas.
Como el aplauso diario, esos gestos me hacen sentir que estoy conectada, que más allá de «las medidas», de las instituciones, somos una colectividad y todas sentimos esta mezcla de incredulidad, rabia, impotencia y esperanza.
Llenar las horas
Por otra parte, la perspectiva de pasar semanas en casa está enfrentándonos a una de las tendencias que más rabia me da, ahora que llevo unos meses centrada en la tesis: la forma en que el neoliberalismo se nos mete dentro; en este caso en forma de necesitar justificar continuamente nuestra productividad. Listas de tareas domésticas, de aficiones para empezar, de manualidades para los más peques, de productos culturales para consumir.
No sabemos parar. Y para quienes sentimos ese vacío existencial en cuanto tenemos unas horas sin pautar, todas esas listas pueden ser de una enorme utilidad para no encontrarnos con pensamientos obsesivos, con problemas de autoestima por la sensación de que «ya no somos útiles» o de que todo esto es «tiempo perdido».
Pero lo cierto es que ojalá pudiéramos sacar de todo esto una lección sobre cómo de bueno es parar. Sacudirnos el lenguaje del rendimiento y dejar de ver cada día como una oportunidad de mejorarnos a nosotros mismos, en una carrera infinita que no termina nunca. Reconciliarnos con la pereza, con los tiempos improductivos, con las pausas, con estar en vez de hacer.
Cóctel de emociones
La gestión emocional de estos días no es tarea fácil. Probablemente es uno de los factores que nos está haciendo que nos cueste tanto parar: nos hemos acostumbrado a un ritmo de actividad que no deja hueco a conectar con lo que sentimos, y eso es particularmente útil en estos momentos donde muchas de las cosas que sentimos no son agradables.
Sentirse confinado es una situación desagradable incluso aunque cambie poco tu rutina. Como teletrabajadora y madre de un bebé, lo de no salir de casa ni a comprar es algo que vengo haciendo dos años, pero desde el inicio de la cuarentena de pronto se hace pesado. Y eso teniendo terraza y teniendo perros. Las personas no estamos hechas para estar encerradas (muy bien ahí también a todas las que han estado señalando la importancia de que esto nos haga replantearnos cómo concebíamos las situaciones de confinamiento).
Las directrices no paran de cambiar. Nos intentamos mantener al tanto de las últimas indicaciones y protocolos para las cuestiones que más nos afectan, y se van modificando de un lado para otro. Tener tanta información y tan poco estable también es desagradable: estar informados nos tranquiliza porque reduce la incertidumbre… pero no está pasando en estos días. Personalmente ponerme a dieta informativa y limitar los horarios de conexión me está ayudando bastante.
También mastico continuamente una enorme sensación de frustración. Siento que tendría que estar haciendo algo para paliar la situación, y aunque me repito que no está en mis manos, mi «complejo de salvadora» sigue agazapado pidiéndome que me ponga en marcha. La ansiedad es un estado de activación: nos mueve a actuar. Esa necesidad de «hacer algo» es la reacción normal a la activación que viene la percepción de lo extraordinario, de gravedad.
Pero hay que dialogar con ella, porque la mayoría no podemos hacer mucho más que lo que estamos haciendo: quedarnos en casa e intentar que la vida siga. Y porque cuando esto pase, vamos a necesitar mucha energía para pelear contra las consecuencias, y van a ser tiempos de necesitar el esfuerzo de todos para construir una respuesta a la situación que se está generando que ponga, por una vez, la vida en el centro. Ese momento llegará y no quiero que me alcance exhausta.
A pesar de todo, una voz interior no deja de preguntarme: ¿seguro que estás haciendo todo lo que puedes?
Me cuesta mucho, también, ese «que la vida siga». Porque aunque considere racionalmente que todo aquello que podamos mantener tal y como venía siendo (imparto clases online, soy trabajadora freelance en comunicación: mi trabajo no tiene por qué parar) nos ayuda a luchar contra el vacío y minimiza el impacto económico a medio plazo, esa sensación de excepcionalidad me hace sentirme continuamente una impostora. El cuerpo me pide portarme de forma distinta, no igual. Cada cosa que hago que se parece a mi rutina me resulta muy contradictoria con esa activación y esas ganas de «hacer algo» que siento que no puede ser «lo de siempre», porque lo que nos pasa no es lo de siempre.
¿Qué puedes hacer tú?
Algo que me está ayudando bastante es preguntarme en qué pequeñas cosas puedo ir aportando, desde lo que sé hacer, desde la persona que soy. Ofrecer información de la que vengo siguiendo, asegurándome de que está contrastada. Poner en contacto a profesionales sanitarios que ofrecen consultas online con aquellas personas que comentan que lo necesitan. Hablar con madres sobre cómo conectar con las necesidades de sus criaturas, tranquilizarlas en la medida en que mis conocimientos de psicología perinatal pueden servir; acompañar estos procesos hasta donde llega mi especialidad.
Puede parecer algo muy pequeño, pero saber que al menos, durante un rato, otra persona ha estado más tranquila gracias a una conversación me recuerda aquello de «mucha gente pequeña, en lugares pequeños, haciendo cosas pequeñas, puede cambiar el mundo».
Veo a personas ofreciendo su creatividad culinaria para ayudar a otras a saber qué comer con lo que tienen en la nevera y que no tengan que bajar a comprar hasta que sea imprescindible; a creadoras compartiendo sus contenidos; a quienes están en forma proponernos ejercicio que podemos hacer en casa… y aunque eso me devuelva a la sensación de que la cuarentena se está convirtiendo en una gigantesca lista de deberes, me repito, una y otra vez: todas estamos aportando lo que sentimos que puede ayudar. Y eso es probablemente de lo más hermoso que he visto en mi vida.
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