Estambul y la inocencia de las pequeñas cosas

Por Mundoturistico

Hace ahora una docena de años, en su discurso como nobel de Literatura, el premiado escritor turco Orhan Pamuk relacionó una maleta llena de recuerdos paternos con los ingredientes constitutivos de esa Estambul impresionista que protagoniza toda su obra, pequeñas cosas cotidianas como lugares, sensaciones, vivencias y personajes que conforman el paraíso perdido de la inocencia, territorio sentimental de la infancia y juventud del autor.

Tres años después, aparecía una novela suya donde el protagonista coleccionaba, también, extravagantes objetos de su amada para sobrellevar desde la imaginación un amor imposible. Y tres más tarde, en fin, con el mismo nombre de ese libro, se abrió al público el Museo de la Inocencia, un viejo sueño del narrador, ubicado entre las mismas calles familiares que él ha recorrido y retratado tanto.

El edificio alberga recuerdos variopintos, objetos humildes que el escritor ha ido reuniendo a lo largo del tiempo, relacionados con su obra, y que quieren simbolizar la historia de su entorno vital durante el último cuarto de siglo. La magia del número tres: seiscientas páginas noveladas se conviertan en tres pisos de chismes y recuerdos que nos hablan de un hombre y una ciudad. Bendita inocencia de las cosas pequeñas con que nos tropezamos, o casi, paseando sin más por las calles y plazas de Estambul. La actividad más recomendable, por otra parte, para todo el que quiera sentir la fascinación de la preciosa perla del Bósforo.

Muchos gatos

Si en La India son las vacas, en Estambul los gatos: animales domésticos puros, mimados, ubicuos, casi sagrados. Y si no viven como marajás del imperio mogol, lo hacen como sultanes del otomano, que tanto monta. Ronroneando al sol en invierno, dormitando al fresco en verano, pero siempre encantadores, libérrimos, zalameros, limpios y listos como ellos solos, buscando protección, arrumacos y algo que llevarse al estómago.

Auténticos reyes de la ciudad, pululan por todos lados. En la calle, en las tiendas, a la entrada de palacios y mezquitas, en parques, zocos y estaciones, hasta en la sopa, literalmente, pues mientras atiendes al plato en un restaurante, más si es en terraza, te abordan por arriba y por abajo llamando tu atención con halagadores maullidos, bien protegidos y mimados por camareros y locales.

No lo dudes ni un segundo: si te gustan estos cariñosos felinos, esta es la ciudad de tus sueños. Hay gatos caseros, de portal, de barrio, pandilleros, furtivos y mascotas de todos los tamaños, colores y condición. Suben a los tejados, bajan a los sótanos, conquistan los callejones, merodean por los rincones más insospechados. Uno se pregunta por qué los mininos gozan de estos privilegios mientras los perros, por ejemplo, son más rechazados y escasamente queridos. Las razones no están muy claras pero unas apuntan a tradiciones culturales de raíz religiosa: el Profeta sentía inclinación por los gatos, con libre entrada al paraíso, y eso contagiaría a los musulmanes de todo el mundo; otras, más pragmáticas, estarían relacionadas con el carácter a la vez depredador y doméstico del bicho, que lo hizo viajero necesario, como cazarratones inmejorable, de los barcos que llegaban al Cuerno de Oro y lo fue afianzando en tierra como controlador de roedores y afectuoso animal de compañía.

Y, en todo caso, en opinión de la directora turca del reciente documental ‘Gatos de Turquía’ (‘Kite’, gato en turco), un homenaje a todos los gatos del país que barre para casa y otro paso más de esa atención, sería consecuencia natural del sentido comunitario popular turco, por una parte y, por otra, de la omnipresencia del elemento gatuno en su solar patrio, lo único que no parece cambiar con el paso del tiempo. ¡Si hasta un imán ha abierto recientemente su mezquita a todos los gatos necesitados de cobijo! Con la iglesia hemos topado, Micifú.

Pescadores en al Puente de Gálata

Hay que verlo para creerlo. Cuando no lo esperas y te lo encuentras de golpe, te viene a la cabeza la escena velazqueña de los lanceros españoles de Flandes formando con sus picas en alto en plena rendición de Breda. Pero aquí no hay lanzas ni verticalidad ni nadie que se rinda, solo cañas sostenidas en horizontal, Asia a un lado, al otro Europa y allá a sus pies Estambul, parafraseando al poeta. Una fila interminable de cañas de pescar de todos los colores que cuelgan, día y noche, sobre ambas barandillas del Puente de Gálata, el más popular y concurrido de Estambul, un viaducto de casi medio quilómetro en la misma bocana del Cuerno de Oro.

En esta ciudad de milenaria tradición pesquera, los aficionados han convertido en costumbre gastar parte de su tiempo en acercarse a este estratégico lugar para lanzar su cebo al agua mientras disfrutan de la conversación, del aire libre y de un inigualable paisaje urbano. Las malas lenguas te dirán, incluso, que algunos abandonan su trabajo y se dejan llevar por la irresistible llamada del agua. Lo único cierto es que aquí están de continuo, bajo el sol, la lluvia o el frío, hombres de toda edad, aspecto y situación: ejecutivos de corbata, clase media en ascenso, estudiantes, trabajadores, parados, buscavidas, parejas, grupos, familias y lo que caiga.

Hay para todos, incluidas las mujeres, que ya empiezan a hacer también sus pinitos a pesar de pescar contra corriente, a ver si cunde y se extiende. Bien pertrechados, con cañas y sedales que se defienden solos una vez dispuestos y dirigidos al cauce del Canal, cebos vivos en cubos de agua, cesto y nevera, bolsa y mochila, comida, bebida, móvil y lectura, silla para descanso y aun siesta, el propio vehículo aparcado comodamente al lado por si las prisas, estos amantes de la pesca zen están a lo suyo, apretujados entre los muchos paseantes del puente, ajenos al ruidoso tránsito de coches y tranvías que no cesa en ambos sentidos y a la puntual llamada del almuédano, como figurantes de ese cuadro espectacular que protagonizan los barcos y los otros puentes, las cúpulas y los minaretes, las casas apiñadas colina arriba y el vigía hoy alto mirador de la Torre Gálata.

Mientras tanto, en el piso de abajo del puente, siempre abarrotado de turistas, los restaurantes ofrecen el mejor pescado del lugar. Fresco, por supuesto. Todo un cuadro realista, original e inédito que te saldrá al paso sin necesidad de buscarlo. ¡A ver si pican!

Al rico helado

Dulces, refrescantes, alimenticios, digestivos, quién da más. De todos los colores y sabores: vainilla, chocolate, nata, fresa, turrón, almendra, frutos, licores, familiares o exóticos. Cuando divisas desde la distancia una heladería, generalmente abierta a la acera, no notas nada especial: un fondo de cucuruchos apilados, cuencos y recipientes, brillantes heladeras, llamativos carteles, uno o varios vendedores, la cola de rigor…

Pero al acercarte empiezas a notar algo raro: un puñado de gente en la acera, con cara de circunstancias y a la defensiva, algunos móvil en ristre; el cliente de turno desconcertado que no sabe a qué atenerse; y un vendedor vestido a la otomana que gesticula, grita y hace prestidigitación con el helado de marras, algo inédito por nuestros pagos. Es cierto que puedes comprar el helado sin espectáculo o marcharte a otra heladería más convencional, pero la sorpresa y el morbo te harán caer en la tentación de semejante experiencia.

Pase por una vez, nunca máis. El repartidor (siempre joven, claro, que tamaño y tan continuado desgaste los debe de jubilar en poco tiempo) es un pequeño mago, mitad actor, mitad malabarista, que jugando en broma con conos metálicos y comestibles realiza para el ocasional respetable un número teatral de circo y virtuosismo en el que hace desaparecer y reaparecer el helado ante los ojos atónitos del personal y, sobre todo, del oportuno cliente, que no sabe si partirse de risa, llamar a la policía o escapar corriendo.

Gracias que la payasada es breve, ¡(a)paga y vámonos! ¿Dónde está el truco? El helado turco, conocido como helado de Maraç, es de leche de cabra procedente de una región central vecina de Siria y se elabora con una resina vegetal que le confiere una viscosidad pegajosa, favoreciendo su manipulación sin riesgo de caerse o provocar salpicaduras cuando se pega a un palo, pues rechaza la típica cuchara sacabolas. Fácil, sí, pero original y, sobre todo, una curiosa manera de atraer al cliente. Otra cosa es hincarle el diente: pastoso, denso, no excesivamente sabroso… pero frío al fin y al cabo. Fue en su momento un secreto otomano bien guardado, pero ahora ya se puede contar. ¡Vivan los “heladeros locos”!

Derviches, los bailarines

Como todo gira en el universo: desde los átomos y la sangre del cuerpo hasta los movimientos de rotación-traslación de los planetas del sistema solar. Con técnica impecable y máxima concentración, así giran y giran y giran y no dejan de girar esos bailarines giróvagos conocidos como derviches. Al mismo tiempo sobre sí mismos y en grupo alrededor de un centro hipotético, marcando un camino de conocimiento, purificación y santidad, una vía de acercamiento a Alá.

Porque son miembros de la orden islámica de los sufíes, la cual, siguiendo las enseñanzas de antiguos maestros y santones, busca la perfección y el éxtasis en los libros sagrados revelados al profeta Mahoma tales como el Corán o la Sunna, a través de una vida desprendida de lo material y orientada hacia la mística a través de la oración y el ascetismo. Casi nada. La rama turca de esa disciplina religiosa nació en plena Edad Media y sigue los postulados del poeta y sabio persa Rumí, afincado en Anatolia, estudioso, viajero, políglota y maestro religioso musulmán, giróvago él mismo, que escribió en persa, la lengua literaria de entonces Y hoy cuenta con multitud de discípulos.

El ritual danzante, conocido como Sema, consiste en una ceremonia de meditación con tres protagonistas: un grupo musical y vocal, que se limita a flauta y percusión, con cantantes y recitadores-oradores; un grupo de bailarines, con chaqueta y faldilla de vuelo impecablemente blancas; y un guía espiritual que dirige y acaba también bailando. Y con varias partes diferenciadas pero sin interrupción, en tres fases: una presentación con música, cantos, oraciones y poemas; el espectáculo de danza propiamente dicha, con saludos entre el director y los derviches e inclinaciones de estos hacia la Meca, representando la creación del mundo y la búsqueda de la trascendencia; y la despedida final, con un canto sagrado y unas oraciones de dedicación religiosa.La alopecia…

Al principio no caes en la cuenta. Quizá porque los vas viendo a cuentagotas, sin duda porque no estás en el ajo. No deja de ser algo normal, una decisión personal y lógica, pero choca a la vista cuando no cuentas con ello. En el vuelo de Madrid a Estambul empiezas a sospechar de qué se trata. A la vuelta, más de lo mismo y confirmación. Son todos hombres jóvenes, rebosantes de treintena y testosterona, que llevan la cabeza al descubierto, perfectamente rapada, a veces parcialmente vendada, casi siempre cruzada por una ancha cinta frontal a lo ninja y siempre parcelada como un mapa de regiones escamosas, granuladas, tapizadas de costras, diminutos granos o ligeras cicatrices. Son pacientes de clínicas turcas, españoles que van a la ciudad del Bósforo a recibir un trasplante de pelo o a revisión postoperatoria del ya recibido.

La causa primera, ineludible, es la calvicie que amenaza o predomina a esas edades en el sexo masculino con más frecuencia de la deseada; la segunda, opcional, la elección de lugar y centro donde llevar a la práctica la anhelada solución del problema, condicionada por la relación calidad-precio. Nada fácil, en principio: la cercanía, el idioma, la comodidad y la confianza mueven a optar por operarse en España; pero al final, teniendo en cuenta la probada calidad de las clínicas privadas turcas y sus magníficos servicios al cliente extranjero, la definitiva razón que impulsa a muchos a poner su calvicie en manos de médicos foráneos es el siempre poderoso don Dinero: el coste de toda esa operación es varias veces más barato que en España.

Y no solo por el nivel de vida y de salarios, lo que parece obvio, sino también y sobre todo por la nueva política del gobierno turco, que subvenciona el turismo sanitario de bajo coste, controlado por agencias estatales (cabello, dentadura, cáncer), compitiendo ventajosamente con la oferta europea y aumentando así el número de visitantes extranjeros. No cabe duda, además, de que la cosa funciona en su doble sentido.

La operación consiste en un autotrasplante de folículos pilosos, a tanto el “kilo”: injertos de la nuca, barba, pecho u otras zonas se implantan en el cuero cabelludo, previamente acanalado para la repoblación capilar. Puede variar, pero en general dura unas horas, es indolora por anestesia local previa, a los pocos días estás de vuelta, el pelo aparece definitivo en varias semanas luego de una primera caída general y, cuando te das cuenta, tu espejo te devuelve otro y más joven. Tiene, como no, pequeños inconvenientes superables: mutación inicial, picores, incomodidades, medicación posterior, lavado y cuidados especiales… nada que el nuevo flequillo no haga olvidar muy pronto. Oído a un recién operado: “Mi hermana sí lo sabe, pero mi madre se desmaya cuando me vea”; y el que no se consuela es porque no quiere: “Gracias que me sale de rebajas: depilación e implante en el mismo paquete”. Salud, turismo y humor. Antes de cien años… ya se sabe, pero ahora a viajar. ¡Invita Erdogan, menudo plan!

*Si quieres conocer algunas de las partes más turísticas de Turquía te invitamos a conocer Estambul en 5 días, Pamukkale, Capadocia o Éfeso. Seguro que echando un vistazo a los maravillosos lugares que podrás conocer en este país, además de sus arraigadas tradiciones y encanto exótico, te comenzará a apetecer mucho viajar allí. ¡No dudes!