(JCR)
“Si no actuamos ahora de forma decisiva no excluyo la posibilidad de que aquí pueda ocurrir un genocidio”. Así de contundente se mostró el pasado 1 de noviembre Adama Dieng, asesor especial de la ONU para la prevención de los genocidios, hablando sobre la situación en la
Centroáfrica tiene un porcentaje de 50% de cristianos, 15% de musulmanes y el resto de la población que sigue únicamente sus creencias tradicionales. El pasado 24 de marzo, una coalición de cuatro grupos rebeldes que llevaban años operando en el Norte del país y que se unieron bajo el nombre de Seleka (“alianza”, en lengua Sango) derrocaron al presidente François Bozizé y tomaron el poder por la fuerza. Michel Djotodia, que no ha sido reconocido por la comunidad internacional como presidente, es desde entonces el nuevo hombre fuerte . Es la primera vez que en este país hay un mandatario musulmán. Los milicianos de la Seleka son, en su mayoría musulmanes del Norte, una zona donde la gente se ha sentido marginada durante décadas. Pero muchos de ellos son mercenarios de Chad y de Darfur (Sudán) que operan por su cuenta sin obedecer nada más que a sus jefes más inmediatos y que matan, violan, torturan y saquean con toda impunidad. Se han ensañado, muy especialmente, con ataques y saqueos en parroquias y otras instituciones de la Iglesia. Todo esto ha creado un sentimiento de rabia y frustración generalizada en una población indefensa y desde septiembre pasado ha habido levantamientos de milicias de auto-defensa conocidas como los “anti-balaka” que atacan a la Seleka y han cometido acciones de venganza contra sus vecinos musulmanes, a los que identifican con los nuevos soldados. Quien quiera saber más detalles sobre las numerosas violaciones de los derechos humanos tiene a su disposición dos excelentes informes recientes: uno publicado por Human Rithgs Watch http://www.hrw.org/reports/2013/09/18/i-can-still-smell-dead-0, y otro más reciente de Amnistía Internacional http://www.amnesty.org/en/news/central-african-republic-violence-security-forces-now-out-control-2013-10-29
“Los cristianos y los musulmanes nunca habíamos tenido problemas de convivencia antes en nuestro país”. Desde que llegué a Centroáfrica en mayo del año pasado he oído esta frase hasta la saciedad y mi reacción siempre es que aquí hay mucho que matizar. Aunque es cierto que aquí no hay una historia de enfrentamientos entre personas de distintas religiones, como en Nigeria o Sudán, sí que es verdad que a la minoría musulmana, en general, se les ha usado a menudo como chivo expiatorio y que muchos centroafricanos dicen, con demasiada ligereza, que todos los musulmanes presentes en el país son extranjeros. Lo que es nuevo ahora en Centroáfrica es que por primera vez en el centro del conflicto el elemento religioso está tomando un protagonismo que no había tenido antes.
Cuando yo vivía en Obo, en el Este del país, el año pasado, cada vez que desaparecía alguna persona y se encontraba su cadáver a los pocos días los cristianos (o por lo menos, los no-musulmanes) echaban siempre la culpa a los musulmanes, sin tener ninguna prueba. También corría la voz de que los alimentos que vendían en sus tiendas estaban envenenados –con el consiguiente perjuicio económico que esto significaba para los comerciantes. Además, en Centroáfrica hay un conflicto que dura varias décadas con los pastores semi-nómadas Mbororo, que son también musulmanes. En Bangui, en junio de 2011, hubo incidentes de violencia en varios barrios con once muertos y quema de mezquitas incluida. La rivalidad y desconfianza entre personas de las dos religiones ha existido desde hace bastante tiempo, aunque las explosiones de violencia hayan sido bastante contadas. Lo que pasa es que en situaciones de crisis la gente suele tener tendencia a idealizar el pasado y presentar una historia muy simplificada, como si antes de la crisis todo hubiera sido una balsa de aceite, lo que no es el caso.
Durante los últimos meses ha habido enfrentamientos muy serios en lugares del Noroeste del país como Bossangoa –feudo del antiguo presidente Bozizé y de su etnia Mbaya- , en Boucar, Bohong y Bouar, y también en Bangassou (500 kilómetros al Este de Bangui). En estos y otros lugares la violencia tomó tintes de conflicto religioso y hubo cientos de muertos. En octubre la ONU alertaba de que en el país había ya 400.000 desplazados internos, 70.000 personas habían huido a otros países, y dos millones de personas (de una población de 4.600.000) necesitaban ayuda urgente. Nadie sabe cuántos han muerto de enfermedades o hambre en los bosques donde escaparon de estos enfrentamientos. Mientras escribo estas líneas Bossangoa es una ciudad dividida en dos, con unos 40.000 desplazados en total: los cristianos se han refugiado en la misión católica y los musulmanes en una escuela situada en el otro extremo de la localidad. Desde que regresé a Bangui, hace dos semanas, me ha asustado hablar con personas a las que creía moderadas y en favor del diálogo y que ahora defienden, con una gran crispación, que la única solución es tomar las armas y “dar una lección a estos extranjeros”.
El escenario de conflicto, algo simplificado, podría ser descrito de esta forma: los milicianos de la Seleka, musulmanes, llegan a un pueblo o un barrio y durante meses imponen su dominio robando, violando mujeres, secuestrando a jóvenes a los que torturan y por los que piden cuantiosos rescates a sus familiares. Las víctimas de estos atropellos, todos ellos cristianos, ven que denunciarlos a las autoridades no sirve de nada porque los hombres armados sólo obedecen a su jefe más inmediato. Y las prometidas fuerzas internacionales de paz no llegan. Sorprende poco que, desde agosto del año pasado, en varias partes del país hayan surgido grupos que, armados con rifles de caza y machetes –y en algunos casos con rifles automáticos- planten cara a la Seleka. Pero como los sufridos jóvenes que se levantan en armas han visto a los milicianos –muchos de ellos extranjeros que sólo hablan árabe- confraternizar con los comerciantes o pastores musulmanes de su localidad, su ira se descarga también contra ellos. De este modo, el círculo vicioso de agresión-venganza-nueva agresión se repite una y otra vez. Los obispos católicos –muy especialmente el arzobispo de Bangui Dieudonné Nzapalainga- los pastores protestantes y bastantes de los imanes musulmanes han tenido la lucidez de mediar en bastantes de estas situaciones y hacer llamamientos a la calma, lo que seguramente ha evitado que el conflicto degenere aún más.
Decía el asesor especial de la ONU que hay que actuar “ahora y de forma decisiva”. Y aquí es donde la comunidad internacional está fallando y debería rectificar. No es que Centroáfrica sea una crisis olvidada, como ha sido el caso en años anteriores. La crisis de este país sale a diario en los grandes medios de comunicación social y son innumerables las reuniones internacionales que se han organizado desde marzo, así como las delegaciones de la ONU, Unión Europea, Unión Africana, etc que han visitado el país y levantado la voz de alarma. Pero a la hora de tomar decisiones (sobre todo cuando hay que aflojar el bolsillo) hay falta de coordinación y una lentitud exasperante. La misión de intervención de la Unión Africana (conocida por sus siglas MISCA) tiene en el país algo menos de 2.000 soldados, insuficientes para imponer la seguridad y desarmar a la Seleka en un país más grande que Francia con comunicaciones difíciles. No llegan a los 3.600 prometidos porque faltan países que den el paso de financiar esta misión, e incluso si un día llegan no serán suficientes. Francia, que tan decisivamente entró en acción en Malí, envió un contingente de 400 hombres, pero sólo para asegurar el aeropuerto y sus propios intereses en la capital. Y hace pocos días Ban Ki Moon autorizó el envío de 250 cascos azules, pero que tendrán un mandato muy limitado: proteger las instalaciones y el personal de las agencias de Naciones Unidas en el país.
A primeros de noviembre, el director de operaciones humanitarias de la ONU, John Gign, describió la situación de Centroáfrica de “caótica”. Es parecido a otros adjetivos empleados durante los últimos meses por parte de autoridades internacionales, desde François Hollande a Ban Ki Moon: “horrendo”, “fuera de control”, “anárquica”, “insoportable”, “sangrante”, y muchas más. Lo que Centroáfrica necesita no son más adjetivos, sino más acción. Antes de que sea demasiado tarde.