Abuela, ¿las suricatas existen?”
“No sé, Ale. ¿Qué son las suricatas?”
“¡No sabés nada abuela!¿Qué te enseñaban en la escuela?”
“Uff, ¡hace tanto tiempo! Ya me olvidé qué me enseñaban.”
“Tenés que volver a la escuela, como la vaca de Humahuaca.”
E l pasado 10 de enero falleció María Elena Walsh; apenas leí la noticia, recordé este diálogo entre Alessa y mamá mientras miraban el Rey León por centésima octava vez. Y como entonces, volví a imaginar a mi madre con túnica blanca y zapatos rojos, sentada en el primer banco, muy atenta a sus lecciones. Seguro todos los niños se reirían de ella, le tirarían tizas, y terminarían tan borricos como los que imaginó María Elena.
Con ella se fue un poquito de mi niñez, y de la de mis hijas. Fueron, y serán espero, cientos de horas-oído endulzadas por sus canciones, otras tantas horas-vista leyendo cuentos de Gulubú o aventuras de elefante. Seguro habrá más anécdotas como la que conté arriba, y volveré a intentar no provocar daños auditivos permanentes cuando lleguen mis nietos y me pidan que cante (a Elisa le gustaba ‘Manuelita’, Ale solía pedirme la ‘Marcha de Osías’; vaya a saber qué pedirán sus futuros vástagos).
Lo que espero que no vuelva a pasar, es la necesidad de cerrar las ventanas cuando se me dé por escuchar sus canciones para adultos, como hacía mamá en épocas de dictadura – y que yo, en mi inocencia infantil, no entendí hasta mucho después (aunque sus letras con denuncia social eran tan sutiles e inteligentes que dudo que los milicos entendieran más que yo).
Todavía andan por ahí los discos que escuchaba entonces, y fue un CD con sus canciones el primero que le compré a Elisa cuando eran caros y aún no se podía bajar música de internet. Imposible olvidarla, aunque quisiera.
Parafraseando al hermano Roberto: “Estamos fritos, muríó María Elena Walsh.”
EriSada