En los deportes individuales y en la mayoría de por equipos, menos en baloncesto y fútbol, los españoles no destacan, como demuestran en los JJ.OO. de Río, lo que provoca una profunda melancolía en numerosos compatriotas, pese a los patrioteros mensajes de los periodistas de radio y televisión.
“Somos un desastre”, dicen resignadas millones de personas al ver que posiblemente no se alcanzará ni siquiera la flaca cosecha de 17 medallas de hace cuatro años en Londres, y que algunas de las más valiosas en Río se deben a atletas nacionalizados o de familia extranjera.
En España se dan destellos, relámpagos de genio en deportes individuales y después se vuelve a la vulgaridad: desde Santana hasta Nadal pasaron décadas, como parece que ocurrirá con Ballesteros, fallecido hace cinco años cuando ya no competía.
Hay un fenómeno interesante y es el de las mujeres, que destacan más que los hombres; como Mireia Belmonte, catalana a la que odian los independentistas porque ama la bandera nacional, la andaluza Carolina Marín, jugadora del minoritario bádminton, la palista vasca en aguas bravas, Maialen Chourraut o las taekuondistas y judocas, tampoco demasiado.
Cristino Álvarez, el magnífico Caius Apicius de la crónica gastronómica, escribe sobre ese generalizador “hemos” ganado en baloncesto un partido a la poderosa selección francesa.
“Lo ha ganado la selección española, no lo “hemos” ganado. Y de repente, el personal vuelve a 1808, al odio al francés... Lo de siempre. Me parece penoso”.
Tiene razón el heredero de Ángel Muro, Picadillo, Camba, Cunqueiro, Castroviejo, Néstor Luján, Josep Plá o Xavier Domingo: no perdemos ni ganamos, sino que pierden o ganan unos atletas, y ese odio a lo francés de tanto español hace acomplejado a quien lo siente y difunde. Sentimientos colectivos así sí que desmoralizan.
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SALAS