Uno no se quita la sensación de estar cogiendo un cuerpo enfermo cuando abre un periódico. Tomamos contacto con las heridas, las miramos con atención, nos preguntamos cómo es posible que las cosas hayan llegado a ese lamentable estado y si existe alguna posibilidad fiable de reanimación, pero el cuerpo no manifiesta mejoría, las heridas se multiplican conforme hurgamos dentro. No se deja practicar primeros auxilios. Pero el morbo es un adicción como el chocolate. Así que lo compramos a diario, insistimos en la visión de las costuras, en cierta idea romántica de que hay que estar al día, informado, consciente del peso del mundo, que ya no es amor, como cantaba el poeta. Mi amigo K. presume de que no compra la prensa. Le hago ver que no es la forma de estar en el mundo. Es mejor ver cómo vienen los palos, saber la procedencia, ponerle cara al que te hace daño, pero es de otra pasta K. De una que no desea involucrarse más allá de lo estrictamente necesario. No saber, no querer saber. Pero es imposible, le digo. Siempre acabas enterándote. El mundo es un altavoz enorme. Anoche me acosté pensando en lo controlado que estamos, en las redes que lo cercan todo, en la jaula que se ha ido construyendo. No sé si lamentarse vale de algo. Yo continúo comprando prensa, estando al día o intentando estar al día. Ayer compré el diario y caí en la cuenta de que no lo había leído cerca de la medianoche. Está ahí, en la mesa del salón, conservando mi cuota de horror, custodiando mi ración de espanto. No voy a leerlo. Tendré la sensación de que todo lo que me cuenta ya no existe. Hay un relato nuevo, uno que suple al que yo no atendí anoche. Y mañana tendremos otro. Se trata de eso: de ir cambiando la trama, de ir reponiendo los objetos conforme se van retirando, de abastecer de literatura al que no lee novelas. Los que las leemos sabemos que no hay posibilidad alguna de que la ficción supere a la realidad.