Desde Chicago, llegaron unos perros perdigueros especialmente entrenados para ofrecer una sola cosa: afecto. Los perros no hablan; simplemente brindan su presencia. Los niños traumatizados por la violencia se abrieron ante ellos, expresando los miedos y las emociones que no podían comunicarles a los adultos. Tim Hetzner, de la Iglesia Luterana Caridades declaró: «La mayor parte del entrenamiento de estos animales es enseñarles a quedarse quietos y en silencio».
El libro de Job nos enseña que las personas que sufren no siempre necesitan oír palabras. A veces, solo precisan que alguien se siente en silencio a su lado, las escuchen cuando necesitan hablar y las abracen cuando sus angustias se convierten en sollozos.
Dios tal vez no intervenga para cambiar las circunstancias ni explique la razón del sufrimiento, pero nos consuela con la presencia de otros creyentes (Colosenses 4:8).
Escuchar sea tal vez lo más amoroso y parecido a Cristo que hagas hoy.
(Nuestro Pan Diario)