Daniel Cecchini y Alberto Elizalde Leal
dcecchini@miradasalsur.comOtras notas
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La Cacha llega a juicio oral
La Justicia Federal elevó a juicio oral la causa en la que están imputados 18 represores por más de 130 casos de privación ilegítima de la libertad, tormentos y apropiación de hijos de desaparecidos, ocurridos en el centro clandestino de detención conocido como La Cacha, que funcionó durante la dictadura en las afueras de la capital provincial. La medida la adoptó el juez federal Manuel Humberto Blanco, luego de la acusación que presentó la Unidad Fiscal Federal, representada por los fiscales Marcelo Molina, Hernán Schapiro y Gerardo Fernández.
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La Cacha, en el banquillo
El miércoles pasado, después de años de años de dilaciones que parecían interminables, la Justicia Federal platense a través de los integrantes del Tribunal Oral Federal 1 inició el juzgamiento de los acusados por su participación en los delitos de lesa humanidad cometidos en las instalaciones del CCD conocido como La Cacha, que estaba ubicado en el predio de la cárcel de Olmos, en las afueras de La Plata.
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Entrevista. Héctor Quinterno. Sobreviviente
En La Cacha cada detenido era propiedad del grupo de tareas que lo secuestraba. Su vida, su muerte, su destino, era propiedad del grupo de tareas. A mí me llevaron a la madrugada y me dejaron dos días tirado en un colchón, encadenado al piso, sin interrogarme, porque el grupo que me secuestró hacía turnos de 24 por 48 y empezaba el franco. No me interrogaron hasta que volvieron. De eso me di cuenta muy rápido, porque había gente en la misma situación que yo.
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Entrevista. Ricardo Molina. Sobreviviente
Para fines de abril de 1977, Ricardo Victorino Molina –Pancho para sus compañeros y también para sus secuestradores– tenía pocas esperanzas sobre su futuro. Llevaba más de diez días tirado sobre una colchoneta, encadenado a la pared, encapuchado, con el cuerpo marcado por la tortura. Fue entonces cuando uno de los guardias de los “Carlitos”, pronunció una frase que le reveló dónde estaba. Todavía hoy la sigue escuchando en su memoria: “¿Saben donde están, terroristas, zurdos de mierda?
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El Pozo de Banfield, a juicio oral
Solamente salíamos (de las celdas de 2 por 1,50 m) para comer, una vez cada dos días. En cada celda había tres o más mujeres y el inodoro era una botella de lavandina cortada arriba”. El testimonio es de Adriana Calvo de Laborde, publicado en el Nunca Más (Legajo N° 2531). “La prohibición de hablar era total y los guardias miraban cada 10 o 15 minutos por la mirilla. Todo el tiempo se oían los gritos de los detenidos a los que estaban interrogando”, agregó entonces. Calvo ya tenía un hijo y estaba embarazada de 7 meses cuando fue secuestrada, en 1977.
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Modus operandi
De acuerdo con el acta secreta N° 31 de la Junta Militar de la última dictadura –una de las 280 encontradas en el subsuelo del Edificio Cóndor hace dos semanas–, en la reunión realizada el 21 de julio de 1977 en el edificio del Congreso de la Nación, los comandantes de las tres fuerzas armadas resolvieron inhabilitar a 31 empresas a las que consideraban “responsables de ocasionar perjuicios a los superiores intereses de la Nación”. La mayoría de esas compañías –enumeradas en el anexo II del acta– pertenecían o habían pertenecido al Grupo Graiver, entre ellas el Banco de Hurlingham.
El Juzgado Federal Número 1 de La Plata, a cargo del juez Manuel Blanco, acaba de elevar a juicio las actuaciones que permitirán juzgar y condenar a los responsables mediatos e inmediatos de La Cacha, un centro clandestino de detención que funcionó entre 1977 y 1978 en las afueras de La Plata y que constituye un caso emblemático de la represión ilegal por su carácter de interfuerzas y su estructura operativa y de inteligencia. La Cacha fue creado en el marco de una etapa definida del plan sistemático de represión ilegal diseñado por la junta militar y respondió a la necesidad de obtener información precisa para desmantelar los últimos vestigios de resistencia organizada a la dictadura cívico militar. Miradas al Sur tuvo acceso a documentación hasta ahora desconocida sobre su funcionamiento, entrevistó a sobrevivientes y pudo establecer el modus operandi de sus grupos de tareas y de sus equipos de interrogadores, así como reconstruir su estructura edilicia, destruida hasta los cimientos por los represores para borrar todo vestigio de su existencia.
A principios de 1977, la vasta geografía de la Capital Federal y las provincias de Buenos Aires y La Pampa se hallaba bajo la jurisdicción militar de la Zona I dependiente del Comando del Primer Cuerpo de Ejército, en ese entonces al mando del general Guillermo Suárez Mason. La línea de comando se continuaba en la Subzona 11 y finalizaba en el Área 113 para los partidos de La Plata, Brandsen, General Paz y Monte. Los mandos del Ejército, que tenían “la responsabilidad primaria en el esfuerzo de inteligencia en la lucha contra la subversión”, instrumentaron en esta área varios centros clandestinos de detención, el COT1 en Martínez, el pozo de Banfield, el pozo de Quilmes, Arana en las afueras de La Plata, la Comisaría Octava y la Brigada de Investigaciones en La Plata y La Cacha (también conocida como “el Casco” por algunos represores de otras jurisdicciones). Esta última estaba ubicada en Lisandro Olmos, en terrenos de la Unidad Carcelaria Número 1 del Servicio Penitenciario Bonaerense, en un edificio de la vieja planta transmisora de Radio Provincia. En todos ellos, los represores de las Fuerzas Armadas, policiales, penitenciarios y civiles adscriptos ejercieron un poder de vida o muerte a fines de “neutralizar y aniquilar al oponente”, que eran “todas las organizaciones o elementos integrados en ellas existentes en el país o que pudiera surgir del proceso que de cualquier forma se opongan a la toma del poder y/o obstaculicen el normal desenvolvimiento del gobierno militar a establecer”.
La función de las unidades de inteligencia militar –que en el área 113 estaban a cargo del Destacamento de Inteligencia 101, en la calle 55 entre 7 y 8 de La Plata, al mando del coronel Alejandro Arias Duval– fue diseñar y controlar el accionar represivo, seleccionando blancos, determinando el orden de los detenidos, asignándoles un destino de acuerdo a un patrón operacional y planificar la continuidad en el tiempo y el terreno de la actividad contrainsurgente. Este accionar no era improvisado ni espontáneo, se enmarcaba estrictamente en Reglamentos, Normas, Manuales y Órdenes de combate de las Fuerzas Armadas.
La Captura. Todo comenzaba con una operación que era casi siempre igual a sí misma, un procedimiento mecánico: un grupo operativo (llamado Grupo de Acción Especial, GAE en la terminología de la inteligencia militar) formado por seis u ocho personas armadas se desplazaba en dos o tres automóviles hacia una “zona verde” o “zona libre” donde irrumpían violentamente en un domicilio –generalmente, de noche– y secuestraba un hombre, una mujer, una familia entera, un adolescente, un anciano, un “objetivo” previamente confirmado a través de una precisa cadena de mandos. En sus declaraciones a la Conadep, el suboficial del Ejército Orestes Vaello (Legajo Conadep 3675) describió minuciosamente (y aportó copias cuyos originales no han podido ser aún fehacientemente contrastados con los originales en sede judicial) las fichas que los destacamentos de Inteligencia militar usaban para determinar y controlar la acción represiva sobre sus objetivos.
Luego del secuestro, el paso siguiente era el traslado del “paquete” –como llamaban a las víctimas los miembros de las patotas– al QTH prefijado, un LRD (Lugar de Reunión de Detenidos), un centro clandestino de detención, donde otra rutina, siniestra e inhumana se ponía en marcha: el interrogatorio bajo diversas formas de tortura y el cautiverio por días, semanas y meses en condiciones de privación sensorial (encapuchados), atados o encadenados, mal alimentados y en precarias condiciones de salud por la tortura y la falta de higiene. En La Cacha, esta metodología alcanzó un grado extremo de sofisticación.
La investigación. El expediente judicial elevado a juicio hace unos días establece que el punto nodal del inicio de la investigación sobre La Cacha se puede ubicar en “la valiosa y valiente declaración conjunta de parte de los sobrevivientes en la Comisión Arquidiocesana para los Derechos Humanos del Arzobispado de Sao Paulo, Brasil que se conoce como Clamor”. En esa declaración, firmada el 20 de octubre de 1983 por los sobrevivientes Néstor Torrillas, Nelva Falcone, Alberto Diessler, Roberto Amerise, Anamaría Caracoche, José Luis Cavalieri, Alcira Ríos y Luis Pablo Córdoba, aparece por primera vez un croquis y una descripción de las instalaciones de La Cacha con su distribución interna y, no menos importante, una lista con los apodos y la pertenencia de los represores a cada arma o dependencia que intervenía y su distinción funcional (guardias, torturadores). Los oficiales Daniel y Pituto de la Marina; los “Carlitos”, guardianes que pertenecían a esa arma, El Bueno, El Enfermero, Puente Roto. El mayor del Ejército Cordobés, los tenientes Inglés y Amarillo, el cabo Willy, el cabo Mostaza. El siniestro interrogador El Francés del SIE (Servicio de Informaciones del Ejercito, al principio erróneamente consignado como de la Side), los agentes Pablo, Jota y Tarzán. El brutal Oso Acuña, del Servicio Penitenciario Bonaerense, y los agentes Sabino, Dani y Palito. Apodos que la memoria de los sobrevivientes y su compromiso con la vida y la verdad aportaron al diagrama general del circuito represivo que la investigación judicial se encargaría de ampliar y profundizar.
A partir de las declaraciones en San Pablo, otros testimonios de sobrevivientes ante la Conadep y durante los Juicios por la Verdad engrosaron el caudal informativo que fue motivo de requisitorias solicitando detenciones de personal penitenciario acusado por denuncias anónimas presentadas ante la Secretaría de Derechos Humanos de la Provincia de Buenos Aires. Sumando otras denuncias que responsabilizaban a personal militar, la Secretaría Especial del Juzgado 1 comenzó en 2004 un minucioso trabajo de recolección de testimonios e investigación de legajos militares, policiales y penitenciarios. La traba que significaba el secreto de Estado para el personal civil que había revistado en los destacamentos de Inteligencia fue removida por decreto presidencial del 6 de enero de 2010, lo que permitió el cotejo de los nombres y apodos surgidos en las actuaciones judiciales con los legajos de personal actuante en los años investigados. Las querellas presentadas por la Asociación de Ex detenidos desaparecidos, las Abuelas de Plaza de Mayo y la Secretaría de DD.HH. de la Nación sumaron su aporte presentando imputaciones, acompañando informes y solicitando detenciones.
La dedicación de los integrantes de la Secretaría Especial del Juzgado, Ana Cotter, Sandra Mañanes, Laura Pozzio, Emiliano Gassaneo y Agustin Erpen que procesó una masa enorme de documentos, declaraciones testimoniales, indagatorias, pruebas documentales y pericias técnicas, arroja un panorama esclarecedor sobre un centro de detención que funcionó desde principios de 1977 a finales de 1978, cuando fue desactivado y configuró un caso atípico entre el resto de los centros desplegados en el área 113.
La cueva de la bruja. Según los relatos de los sobrevivientes (ver entrevista a Ricardo Molina) el nombre “La Cacha” estaba referido al personaje de Hijitus, la bruja Cachavacha, que tenía una escoba que “hacía desaparecer gente”. La dinámica interna de este centro clandestino se caracterizó básicamente por dos aspectos novedosos: era un centro “interfuerzas” donde actuaban el Ejército, la Marina y personal penitenciario en forma relativamente independiente; en él se aplicaron técnicas de reunión de información más sofisticadas que en otros centros y algunos de sus interrogadores eran estudiantes de las Facultades de Agronomía y Veterinaria de la Universidad Nacional de La Plata devenidos en agentes civiles de inteligencia.
La creación de La Cacha es indicativa de un momento –desde diciembre de 1976– en el que las fuerzas represivas buscaban precisar, hacer más eficiente, más “científico” el trabajo de inteligencia apuntando no sólo a la obtención de información de uso “táctico”, sino a una perspectiva de más alcance: obtener la colaboración activa y el quiebre ideológico de algunos detenidos.
Las patotas secuestraban a los objetivos y los entregaban al personal de guardia o al grupo de interrogadores de la fuerza que correspondía. Una vez concretadas las sesiones de tortura, el secuestrado era custodiado por guardias que hacían turnos de 24 por 48 horas y eran alternativamente pertenecientes a alguna de las fuerzas mencionadas. Estos guardias tenían vedado interrogar o interactuar con los detenidos, que “pertenecían” a quienes los habían “levantado”. En la práctica, esta compartimentación no siempre se respetaba y debido a ello existía cierto intercambio, cierto diálogo con algunas guardias, que fue la base de información valiosa para la instrucción de la causa judicial. Pero también es cierto que muchos de estos intercambios eran promovidos por los agentes civiles de inteligencia que hacían guardia en La Cacha con el objeto de ganarse la confianza de los secuestrados y extraer información.
La construcción constaba de un sótano, una planta baja y un primer piso. Se sabe –por testimonios de sobrevivientes– que en el entrepiso entre la planta alta y la planta baja donde los prisioneros permanecían encadenados, se habían instalado grabadores. Esto fortalece la presunción de que la relativa flexibilidad que mostraban algunos guardias era parte de una maniobra destinada a obtener información no en base a la presión del maltrato y la tortura, sino al clásico juego del “policía bueno” o a los diálogos entre los detenidos cuando éstos suponían que no estaban siendo vigilados.
Otro aspecto indicativo de la combinación de diversas técnicas de inteligencia fue la participación activa de secuestrados “quebrados” que colaboraban con los represores en la obtención de información incluso durante las sesiones de tortura, cotejando los dichos de las víctimas con su propia información y orientando a los interrogadores en las preguntas. También entrevistaban detenidos en interrogatorios sin tortura (ver entrevista a Javier Quinterno) planteando discusiones en torno a cuestiones políticas e ideológicas, mostrando las ventajas de transformarse en colaborador, de cambiar de bando.
Uno de los rumores que circulaban por La Cacha –seguramente promovido por los represores– aludía a la existencia de una “Cacha o Cachavacha Súper Star”, un lugar retirado, supuestamente una quinta donde una vez superada la instancia de la tortura, algunos de los secuestrados –quizás los menos comprometidos– serían ubicados con un régimen más benigno, con visitas de familiares, sin maltratos ni privaciones, un módico Paraíso después del infierno al que supuestamente eran trasladados algunos de los detenidos que habían colaborado. No hay noticias de que ninguno de ellos haya sobrevivido.
El Centro Clandestino de Detención “La Cacha” fue creado en el Área 113 del Comando del 1er Cuerpo del Ejército para desmantelar los últimos vestigios de resistencia organizada a la dictadura. Funcionó entre mediados del ‘76 y fines del ‘78 en la antigua planta transmisora de Radio Provincia, al lado de la Cárcel de Olmos. Fue uno de los CCD más sofisticados de la dictadura, por la participación que tuvieron El Ejército, la Marina, las Policías bonaerense y federal, el Servicio Penitenciario Bonaerense y el SIE ( Servicio Inteligencia Ejército). Según los relatos de algunos sobrevivientes el nombre “La Cacha” estaba referido al personaje la bruja Cachavacha de la tira “Hijitus”, del dibujante García Ferré, que en un cínico paralelo utilizado por los represores “hacía desaparecer gente”.
Los primeros relatos sobre el lugar, su funcionamiento y apodos de represores los tiene la justicia hace 30 años, y fueron producidos por testimonios de sobrevivientes en Brasil año 1983 (grupo CLAMOR en San Pablo), testimonios en la CONADEP y reconocimiento del predio 1984.
Anuladas las leyes de impunidad en 2003, y radicada la causa en el Tribunal N°1 de Humberto Blanco y Ana Cotter, hubo que esperar hasta enero de 2005 para que el expediente se moviera: el Fiscal Franco hizo una ampliación del requerimiento basada en un informe de la Secretaría de DDHH de la Provincia donde tres ex penitenciarios señalaron a sus colegas por participar en este CCD. Allí se hicieron las primeras indagatorias. Pero recién en diciembre de 2009, la fiscalía solicitó la detención de una veintena de imputados. Y se comenzó a fragmentar la instrucción, según Blanco por “la imponente cantidad de casos, el prolongado lapso de funcionamiento del campo y su complejidad”.
Entre febrero y marzo de 2010 se detuvo a 17 genocidas que actuaron como Personal Civil de Inteligencia, aunque poco después se liberó a varios de ellos, y se ordenó la captura de 3 prófugos: Ricardo Luis Von Kyaw (aún en Paraguay), Teodoro Aníbal Gauto (aún en Israel) y Miguel Angel Amigo, recapturado y sumado al juicio a último momento.
En marzo de 2012 Blanco clausuró la instrucción y elevó la causa a juicio, incluyendo a sólo 17 genocidas por 137 casos. El juez fragmentó la causa argumentando que “a los efectos de no dilatar ni entorpecer el proceso corresponde efectuar una separación de causas” y generó un nuevo expediente “para proseguir con la investigación de los restantes delitos” donde ubicó a los genocidas prófugos y los casos de los compañeros que no tuvo en cuenta en esta etapa. Esto significó que se parcializaran las causas tomando sólo los casos del año 1977 y no incluyendo a todos, dejaron causas “residuales” de desaparecidos del 77 y dejaron para otro juicio futuro los desaparecidos de 1978 en el mismo CCD.
Hasta ese momento, el juicio incluía a sólo 2 responsables del mando político (el gobernador militar, General Ibérico Saint Jean y su ministro de gobierno Jaime Smart), 13 integrantes del Destacamento 101 (incluido su jefe Arias Duval), 2 penitenciarios (el “Oso” Acuña y su jefe Isaac Miranda) y 1 marino (Juan Carlos Herzberg).
En mayo de 2012 el coronel Arias Duval, el único acusado por los homicidios y la apropiación de bebés, murió impune mientras se realizaba el juicio “Circuito Camps”, con lo que escapó a la justicia la cabeza de mando de la Inteligencia Militar en la zona. Y en septiembre de 2012 murió impune el genocida Saint Jean. Ambos nombres pasaron a integrar la irreversible cifra de 340 represores muertos impunes en 10 años, 8 de ellos imputados en causa Cacha. De hecho, por esas muertes impunes, hubo que recaratular la causa con el nombre del represor “Hidalgo Garzón”, juzgado en hechos de Campo de Mayo y La Cacha , al que el juez Rozansky tuvo que quitar el beneficio del reposo en un geriátrico porque la joven apropiada por el genocida lo encontró andando en bicicleta como si nada.
Con un juicio como éste, fragmentado y tardío, se pierde la oportunidad de investigar en unidad el funcionamiento de la maternidad clandestina más grande de la zona, el rol operacional del esquema de inteligencia militar y la coordinación represiva entre los grupos de tareas de la Policía, Penitenciarios, de la Armada y del Ejército.
A pedido de parte de las querellas, se sumó al juicio la causa por los asesinatos en noviembre del ’76 de Marcelo Bettini y Luis Bearzi, donde están imputados Smart, Etchecolatz, Luján, Gargano y Garachico, uno de los represores mencionados por Lopez en su testimonio sobre los CCD de Arana.
Este juicio es fiel reflejo del proceso de juzgamiento en todo el país, que en 10 años sólo ha condenado a 403 represores por 2400 víctimas en 104 juicios en todo el país. Ello representa el 20% de los 2.000 genocidas procesados en estos años. El año 2013 representa un estancamiento de juicios llegados a sentencia: 16 en todo el año, contra 25 concluidos en 2012.
En La Plata se llegó a fines de 2013 con 46 represores condenados en 10 juicios fragmentados, mientras hay otros 80 represores a la espera de ser juzgados. Es decir que el proceso que el Estado propone cerrar en 2015, no incluye para el Circuito Camps (29 CCD en toda la zona) más que 150 represores.
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