¿Estamos al tanto de las cinco posiciones de la subyugación femenina? ¿Acaso nos pueda sonar más la pose de aceptación trágica? O bien podemos conocer el gesto de terror, como tan bien los domina el actor Kynaston, célebre de la escena en sus representaciones de papeles femeninos, allá en la Inglaterra del teatro del mundo. Será cuando se lea el edicto que permita subir a las mujeres a las tablas, ¡uy, las actrices, uy!, que el artista empiece a sentir apuro por su papel y por todos esos gestos perfeccionados. Todo esto no es invento; ocurre en Belleza Prohibida (Stage Beauty, Richard Eyre, 2004).
Como en otras películas de Eyre – Diario de un escándalo, Crónica de un engaño – los brotes libertarios en las relaciones sentimentales es el tema que remueve la trama para la eficaz atracción de nosotros, el público, los verdaderos libertarios. Pasa que en el caso de Kynaston y Maria, su encargada de vestuario que tornará en la primera gran actriz tras el cambio, el ajetreo del nuevo star system no se convertirá en algo escandaloso. No hay reproche ni muchas inquinas de thriller, más bien todo se imagina dentro de una sociedad gustosa de marranerías desde la que el oficio de actuación y la sexualidad de Kynaston indagarán nuevas gestos, nuevas poses capturadas en el vapor de la escena, de una en concreto, la muerte de Desdémona por parte de el Moro de Otelo.
Pero antes de entelarnos en esos vapores, alguien acaba de escribir algo de marranerías. Y es que hay un tocamiento, entre rapaz y rumboso, repitiéndose en el comienzo del filme y que augura ese carácter de pelucas y desparpajo entre el que va ensayando la función los amantes. La letra escarlata de Wenders era marca del escarnio que los adúlteros recibían en su pequeña comunidad en Nueva Inglaterra, que el director iba aliviando de gris a base de coros amazónicos que desentrañaban a los personajes, los alegraban. Pues aquí, volviendo al viejo continente, Eyre aparta las marcas e inunda de lo sonrojante, ¡a mucha salud!, las algarabías cortesanas o las salidas ambiguas del teatro tras la función, de modo que los apretones de paquete son gesto con que varios interesados verificarán el sexo del protagonista, ¡ay!, cuando aún no haya cambiado de ropas.
¡Y qué apretones! Puestos en escena con espíritu burlón y actuaciones bulliciosas y empolvadas de su picardía, ¡jijiji!, poco falta para que sean apretones anunciados en palacio, tal y como se declaman los títulos de los asistentes que van llegando a la velada del rey Carlos II. En un correteo de bromas lanzadas que siempre tienen buen recibo, los largos salones de época aparecen expectantes de socarronerías con buena fortuna, adornándose y ensanchándose gracias a todos ellos, como las mansiones en que Lady Hamilton o La pimpinela escarlata espaciaban las producciones de Alexander Korda. Así, muy sencillamente, los escenarios dan cabida a los temas, al tiempo que los segundos ambicionan y expanden, y un nuevo ingenio voceado hacia la bóveda chiflará el fresco allí pintado, aun no mostrándolo la cámara.
De todos modos, que no se nos escape la crisis de Kynaston y su suavizada Opening Night. ¿Cómo manejar ahora un papel masculino cuando él siempre interpretó desde el contraste de ser un hombre haciendo de mujer? ¿Qué pose de subyugación masculina servirá cuando él es el primero que ahora padece de esos mismos códigos, tan instaurados en él y en el público? La escena final, en brazos de Maria, lo enseña en una interpretación llena de esa duda, como naciendo nuevas expresiones, desnuda y original, presumiblemente capaz, ¡cuidado!, de vaciar el patio de asientos y empequeñecer el salón de palacio.